MELVYN GRANT (ICE SCHOONER)

Capítulo I

-LA ALDEA-

Oíase a lo lejos el galopar de caballos, poco tiempo después, un hombre descabalgaba ante una pequeña casa, el otro caballo perfectamente ensillado no tenía jinete.

El hombre golpeó enérgicamente la puerta, no tardando en aparecer una mujer, preguntándose, qué desgracia podía haber sucedido para que alguien llamase a su puerta de ese modo. Siempre que su marido y su hijo tardaban algo más que lo acostumbrado se preocupaba, no podía evitar que por su cabeza pasasen mil males.

Aunque el sol hacía una hora que se había ido, reconoció perfectamente las facciones del jefe de cuadra del conde, propietario de casi todas las tierras y gobernador del estado.

Supo al verlo, que nada había sucedido a su familia, sino que esa era la manera orgullosa de llamar que tenían los criados del conde en la casa de los pobres. La mujer era de buen carácter, pero no soportaba la vanidad que insulta, así que antes de que el criado hablase, le increpó ¿quieres echar la puerta abajo? ¿crees que es mi casa una taberna? ¿te han enseñado a cocear las mulas?.

Ante aquél recibimiento, quedó el hombre avergonzado y casi mudo. La mujer continuó en el mismo tono.

-Dime lo que quieres de una vez, tengo otras cosas que hacer que estar viendo tu cara.

-Vengo a buscar al sanador. El conde me ha dicho que vaya a su palacio ahora mismo.

-Me temo que no sea posible, ha salido de visita. Respondió la mujer.

-¿A dónde ha ido? preguntó envalentonado el hombre.

-A la casa de quien lo necesita.

El criado se dio cuenta de que aquella mujer no temía al conde y mucho menos a sus criados. Cuanto más tardase en llevar con él al sanador más se exponía a la cólera de su amo. Se dijo, no soy de su agrado, si la enfado no me dirá nada sobre su marido y aquí me quedaré esperando a que llegue. Haré como que no tengo prisa.

-¿Y quién lo necesita?.

-Una mujer.

-¿Y quien es esa mujer?.

-Una mujer que espera un niño.

-¿Y donde vive?.

-En su casa.

-¿Y donde está su casa?.

-En las tierras de tu amo.

El hombre respiró con fuerza, aquella mujer se estaba riendo de él y él nada podía hacer.

-¿Cómo podría llegar a su casa?.

-Sigue el camino que cruza el bosquecillo, baja al valle, es alguna de las casas que allí hay.

El criado miró a la mujer con ojos de fiera, masculló algo imperceptible, saltó sobre el caballo, cogió con una mano las riendas del otro y sin despedirse partió al galope.

La mujer vió como se alejaban hasta desaparecer en las sombras, el ruido de los cascos sobre el camino sonaba como un tambor. El diablo te lleve a ti y a tu amo, dijo, y cerró la puerta tras de si.

El sanador tenía un hijo, un joven que en los veinte años, desde pequeño acompañaba a su padre a todas partes, incluso en la pequeña barca con una vela, con la que se aventuraban a salir fuera de la ría, a pleno océano Atlántico. La embarcación, réplica de los rápidos Dakar vikingos era utilizada por los marineros en la pesca. Roberto sentía gran afición por el mar y de seguro que hubiese sido un buen marinero. Su padre le había enseñado poco a poco a lo largo de los años, a conocer las enfermedades de los animales, le había enseñado a operarlos y curarles con las hierbas del campo y del bosque. Los campesinos eran pobres, apenas tenían dinero para su sustento, el hambre era un mal que habitaba en sus casas como un miembro más de la familia, nadie se quejaba de tener hambre, porque quejarse de nada servía. El campesino nacía con hambre, se criaba con hambre, vivía con hambre y moría con hambre. Durante la época de la cosecha había días de comer pan en abundancia, poco después el conde exigía la parte que le correspondía por trabajar en sus tierras y era tal cantidad lo que al conde le entregaban que el campesino y su familia quedaban en la miseria.

El conde, mientras tanto, gastaba con su familia en viajes, caballos, fiestas, en un lujo desmedido lo que el campesino le entregaba.

El sanador hacía funciones de veterinario, médico y farmacéutico, además de labrar un pequeño trozo de tierra. Casi nunca cobraba, ¡cómo voy a cobrar a estas pobres gentes, si apenas tienen para comer ellos! explicó a Roberto en su primera visita. Aprendió Roberto con su padre, no sólo a curar animales, sino también a personas, tomando con tanto interés y dedicación el oficio de su padre, que casi lo había alcanzado en conocimiento. No obstante, su padre deseaba que su hijo fuese a la ciudad y allí estudiase lo que con él no podía llegar a saber.

En la cabaña a la que habían ido, convivían animales y personas, solamente una pared de tablas con barro separaba la cuadra del resto que no era más que una sola pieza, en la que se desempeñaban todas las demás funciones de una casa. En su interior se respiraba un ambiente de recogimiento, miedo, esperanza y resignación.

La mujer estaba en trance de traer a este mundo un nuevo ser, el gran momento se avecinaba, pero habían surgido dificultades, debilitada por el largo proceso del parto estaba en serio peligro. Padre e hijo la atendían con todo su saber por un lado y con amabilidad por otro. El animar con amabilidad a un enfermo hace quien sabe porqué extraños caminos, que recobre aliento, que recupere fuerzas, superando a menudo el difícil momento en que se encuentra. Son los misterios de la vida cuyos límites están más lejanos de lo que suele pensarse.

Su marido esperaba fuera de la casa, sentado sobre un tronco de madera con un niño de tierna edad sobre sus rodillas.

La mujer recobró el ánimo, la vida volvió a ella, porque la naturaleza brinda su apoyo en los momentos cruciales y el traer un ser a este mundo es uno de esos grandes momentos.

-Ánimo mujer, dijo el anciano, este pequeñuelo esta impaciente como un mozo antes de una fiesta.

La mujer agradeció estas palabras, intentando sonreír entre el dolor y la angustia, se concentró en si misma, llenó sus pulmones de aire y fue soltándolo lentamente presionando sobre su vientre. Momentos después el llanto de un niño se extendía por todo el campo.

-Bienvenido seas muchachote, dijo el sanador, si llorando entras en este mundo, que la naturaleza te conceda irte de él riendo.

Dejó el niño y con su ayudante dedicó todas sus atenciones a la madre.

Lo más peligroso había pasado, ahora sólo cabía esperar, la mujer aunque joven y fuerte, estaba exhausta, el parto había sido difícil, necesita vigilancia continua durante toda esa noche.

Se hizo entrar al hombre, que abrazó a su mujer y al niño. El hombre que hasta ese momento había permanecido impasible, con esa serenidad que caracteriza a las sufridas gentes del campo ante el dolor, dio rienda suelta a sus emociones contenidas y lloraba de alegría. Lloraba de alegría, porque en el campo ante las desgracias no se llora, las desgracias se aguantan a pecho abierto y se soportan con la resignación del que conoce lo inútil de enfrentarse a lo inevitable.

¿No está acostumbrado el campesino a ver sus campos arrasados por el viento, sus cosechas destrozadas por el granizo, por la lluvia y la sequía, presagiando el hambre, la enfermedad y casi con demasiada frecuencia la muerte?. ¿No está acostumbrado a ver la muerte de un animal, su único animal de trabajo, presagio de nuevos padecimientos y miserias para su familia? ¿Y que podría hacer?. Nada, la única respuesta. Él lo sabe, ante la desgracia, su rostro se tensa, aprieta con fuerza los dientes como única manifestación pública, pero cuando está sólo, mueve la cabeza de un lado para otro con lentitud, no es actitud de negar, ni de no aceptar, sino actitud de no comprender porque acepta la desgracia como algo inevitable, pero no la comprende ni la comprenderá jamás.

Ante la puerta se pararon los caballos, de uno de ellos bajó el criado del conde, entró sin llamar, sin saludo alguno comunicó la orden de su amo.

Bien, dijo el anciano, mi hijo te acompañará, yo soy necesario aquí, él hará lo que haya que hacer tan bien o mejor que yo.

El criado insistió. El señor conde ha dicho que vaya usted, que a la fuerza lo llevase si se negaba.

Al oír estas palabras, Roberto avanzó hacia el criado, pero su padre lo retuvo por un brazo. Tu amo esperará hasta mañana a que termine, o te acompaña mi hijo, tuya es la elección y tuya es la responsabilidad.
Por unos instantes el silencio se hizo en la habitación. ¡Que venga! Y que el conde se entienda contigo.

Partieron al galope, una hora más tarde se oía el golpear de los cascos de los dos sudorosos caballos en el patio de las caballerizas. Varios criados salieron a su encuentro, uno de ellos corrió hacia el palacio comunicando al conde la llegada del sanador.

Un hermoso caballo semental de pura raza árabe, el mejor animal de las caballerizas del conde se encontraba tumbado y respirando dificultosamente. El joven acarició al animal tranquilizándolo, luego palpó su vientre, sus inglés y su cuello, observó detenidamente sus grandes ojos, acercó el candil a sus orejas, observó también el moco de sus belfos y las heces que el animal había hecho. De pié frente a los criados les preguntó sobre la vida y comida del animal en los últimos días.

El conde acompañado de su sobrino se presentó súbitamente dando furiosas voces. Los criados en silencio no sabían que hacer. El conde a gritos, preguntaba por el sanador, el criado intentó explicarle pero un latigazo en el rostro lo hizo callar. Roberto se acercó en silencio al criado que sujetaba con sus manos la cara, apartándoselas para observar la gravedad de la herida. De espaldas al conde, respondió, el sanador soy yo. Dirigiéndose al criado: voy a darte un ungüento que te pondrás varias veces al día, aliviará tu herida e impedirá que se forme una fea cicatriz.

¿He ordenado acaso que trajeras a un mozalbete?, dijo el conde.

Roberto cogió su maletín para marcharse. Ya que me ha hecho venir, le importaría ordenar a su criado que me dejasen en el lugar donde hace poco más de una hora me encontraron.
El conde estaba iracundo, los criados lo temían más que a un perro rabioso.

-¿Porqué no has traído al sanador?

-Atendía a una mujer en parto complicado, ha enviado a su hijo conocedor del oficio y de toda su confianza. 

Respondió el criado que había sido golpeado.

-¡Un mozalbete de toda confianza! ¿Por qué no lo has traído a la fuerza?.

-Se ha negado a venir, a la fuerza no lo conseguiría nunca. Su hijo ha venido en su lugar, me aseguró que sabe curar tan bien como él. Volvió a repetir humilde y temeroso el criado.

El caballo seguía allí temblando, respirando ruidosamente, sus ojos muy abiertos pedían ayuda. Roberto comprendió al animal, la vida del caballo nada tenía que ver con el estúpido conde. La situación se hizo tensa, el conde furioso, los criados amedrentados, el caballo agonizante y Roberto en medio de todos ellos sin decidirse a qué hacer. Finalmente se decidió a hablar. El caballo está gravemente enfermo, su recuperación como caballo de monta nunca será lo que hasta ahora fue, pero como semental podrá transmitir todas sus cualidades de raza a sus descendientes.

Sólo hay un único inconveniente, debido al estado en que se encuentra y en lo avanzado de la enfermedad no garantizo el total éxito de la operación que es necesario practicarle. Añadiendo. Cada segundo que pase cuenta en la vida del animal.

El conde se alarmó. ¿Tan grave es?.

-Bastante más de lo que usted crée.

-¿Puedes operarlo?, dijo el conde más calmado.

-No hay más alternativa, lo hago ahora o este caballo no verá el día.

-Haz todo lo que creas conveniente, dijo el conde impresionado por las palabras de Roberto y ante la posibilidad de perder a tan costoso animal.

El sobrino del conde, joven orgulloso de algo más edad que Roberto y que hasta ese momento había permanecido en silencio, apostilló: si no vive, rendirás cuentas de su muerte.

Roberto hizo que no oía y como si esas palabras no fuesen a él dirigidas comenzó a desplegar una actividad que al mismo conde asombró.

-Necesito agua caliente, mucha agua caliente, sábanas limpias, tres candelabros con abundantes velas, un espejo grande y tres botellas de aguardiente. Limpien bien este lugar, y después con cuidado arrastren al animal a este lado.

Dos criados trajeron todo lo que se les había pedido, mientras otros limpiaban la parte del establo indicada. 

Roberto extrajo del maletín un frasco con un líquido negro que dio de beber al caballo. Ante el asombro de los criados y del propio conde, rasgó las sábanas en tiras, encendió las velas, colocó el espejo de tal forma que reflejase la luz iluminando al animal, lavó sus manos minuciosamente, mandó atar fuertemente al caballo, extendió sus instrumentos sobre un trozo de tela y comenzó…

Amanecía, el sol mostraba su rostro tras las montañas, los primeros rayos de luz llegaban del horizonte y a esa misma hora, el caballo comenzaba a recuperarse, con el nuevo día naciente rechazaba la enfermedad, excepto una complicación imprevista estaba fuera de peligro, su vida estaba a salvo. Roberto se echó sobre un montón de paja, quedando al instante profundamente dormido.

Pasó la mañana lenta como un carro tirado por bueyes, pasado el medio día despertó, lavó su cara y al contacto con el frescor del agua en su rostro recuperó su viveza, despejándosele la mente de las tupidas redes que forman los laberintos del sueño. Entró en la caballeriza el conde. Ataviado con ropas de carísima tela. Destacaban sus ropas con las de los criados y la de Roberto, que eran de mal paño y en el mejor de los casos realizadas por sus familiares.

Ya he tenido noticias del éxito, comenzó diciendo, llegué a pensar que no serias capaz de lograrlo. Este animal me ha costado una fortuna, lo he comprado como semental para mis yeguas. El conde añadió con altivez: dile a mi criado lo que se te paga.

Roberto calculó que con el dinero que había costado el caballo y su transporte en barco, podrían vivir varias familias sin pasar estrecheces. Pensó también en la humilde mujer que con su padre atendía la noche anterior, pensó en el llanto de los niños y la angustia de sus padres cuando no tuviesen comida que darles, porque el hambre hace doler el vientre, debilita el cuerpo que abre la puerta a todas las enfermedades. Veía al conde despidiendo olores de perfumes extranjeros y refinadamente vestido hasta el afeminamiento.

Con voz firme y segura le dijo: señor criado encargado de pagarme, son diez escudos. El conde que ya se alejaba se paró en seco, aquello era una cifra asombrosa, dio media vuelta encarándose con Roberto, que a su vez clavó sus ojos en los del conde.

-¿Diez escudos? ¿Quién te has creído que eres? Diez escudos es mucho dinero, sin añadir las sábanas que has cortado.

Roberto hizo un gesto con los hombros, después señaló al caballo tendido en tierra. Yo soy quien por diez escudos ha salvado de la muerte un caballo valorado en una fortuna, fortuna que el señor conde multiplicará con la venta de los potros que de él desciendan. Pero si el señor conde está en apuros económicos no se los cobro, ya me lo pagará cuando buenamente pueda.

El conde reprimió a duras penas su ira, de su levita sacó una bolsa de cuero que la arrojó a suelo diciendo, ¡veinte escudos!. Nunca en mi familia ha faltado dinero.

Horas mas tarde Roberto llegó a la casa de los campesinos, dejó la bolsa sobre la mesa, acarició al recién nacido niño y partió hacia su casa.

Capítulo II

-El SOBRINO DEL CONDE-

En el campo la vida transcurre siempre igual, pocas veces ocurre algo inesperado, los hombres del campo son de alma tranquila y paciente, su filosofía la resumen en esta frase de fatalista sabiduría, “lo que ha de ser será, y lo que ha de pasar, pasará”.

Pero a veces ocurren incidentes humanos que por ser humanos y no de la naturaleza, el hombre siente su llamada de independencia, esta llamada hace dejarle a un lado su actitud fatalista y cobrar inconscientemente una actitud vital que la costumbre de la sumisión había dormido.

La condición humana puede uniformizarse, puede hacerse un solo pensamiento, un mismo comportamiento para millones de personas con asombrosa exactitud, pero esta uniformidad nunca es perfecta, de ahí que cuando se crée que el hombre es un engranaje mecánico porque su mente ha sido atrofiada y anulada su voluntad, sin motivo aparente y ante un pequeño incidente su orgullo mancillado infinidad de veces, recobra la conciencia de si mismo, despierta su voluntad, se rebela y trata de romper el yugo que lo esclaviza. Con frecuencia, la rebeldía de un solo hombre es contagiosa, de igual manera que el viento no sopla en una sola espiga, la rebelión sopla también por todo el campo levantando al hombre convertido en animal de trabajo hasta hacerle recobrar su conciencia de hombre. La rebelión de un individuo que había empezado por un pequeño incidente se convierte de la noche a la mañana en una revolución, miles de hombres que amparados en sus deseos de liberación arrasan a su paso todo lo que encuentran, no encontrando sus pasos más que castillos, palacios, conventos amurallados y casas de gente rica, que los humillaba, maltrataba y ahorcaba. Así pasó en la Roma Antigua, con la rebelión de Espartaco y sus compañeros gladiadores, igual suceso ocurría unos años antes con Eunión el Sirio en Sicilia, más tarde la del herrero Tylor en la Inglaterra medieval, o las revueltas de los Irmandiños gallegos.

El incidente que aquí nos trae no pasó de ser un hecho individual que variaría el curso de la vida de Roberto conduciéndolo por derroteros que jamás había imaginado.

Con su padre caminaba por bosques y valles en largos paseos, buscando hierbas y plantas con las que hacer preparados medicinales. Roberto fue iniciado por su padre en la botánica, pilar de la farmacopea para el tratamiento de enfermedades. Recogían a menudo plantas desconocidas e intentaban descubrir sus propiedades medicinales. Su madre con el propósito de que no se ausentasen de la casa y de ahorrarles fatigas, que para ellos no era ninguna, sino agradable placer, había sembrado en el huerto muchas de las plantas que necesitaban. La idea gustó tanto a su marido que aconsejaba a todos que sembrasen algunas de aquellas plantas. En pocos años las casas tenían sembradas variedad de estas plantas, cubriendo con ellas los remedios para las enfermedades más comunes, no faltando el romero, la ruda, la celidonia, espliego, hierba luisa, ortiga blanca y otras muchas. Fue está una previsión que no pocas veces sirvió de gran ayuda para conservar la salud de los habitantes de la zona.

A finales de la primavera salió Roberto de su casa muy temprano, antes de que saliesen los primeros rayos de luz, dispuesto a recoger plantas y hierbas que crecen en las montañas. Durante todo el día fue recogiéndolas en abundancia y variedad, atándolas en manojillos. A su regreso se encontró con dos jinetes, uno de ellos era el sobrino del conde acompañando a su joven prima. Este orgulloso muchacho no había olvidado a Roberto desde el día que acudiera a las caballerizas de su tío. Educado como todos los hijos de nobles en el desprecio a todas aquellas personas que no fuesen nobles como ellos, consideraban inferiores a quienes trabajasen o procediesen de familia que había trabajado. Su mayor virtud era la holganza, el no hacer nada excepto cazar, diciendo de si mismos que tienen sangre azul, porque al no estar continuamente su piel expuesta al sol y al aire, adquiere su piel un cierto color azulado de las venas, tratando de ignorar con ello que la sangre es igualmente roja para todos los hombres y hasta para todos los animales.

-En estas tierras no se puede cazar sin permiso. Dijo el joven noble, añadiendo acusadoramente. ¡Eres un cazador furtivo! ¿Qué llevas en ese saco?.

-Hierbas silvestres.

-¿Hierbas silvestres?, respondió desde el caballo. Abre el saco y suelta lo que llevas dentro.

Roberto echó en tierra los manojos de plantas. He aquí liebres, conejos y ciervos, toda una exquisita cena, dijo en tono irónico, que incrementó más el ridículo del pequeño noble ante su prima, a la que trataba de impresionar.

No eres cazador furtivo, eres ladrón, estás tierras no son tuyas, has robado, las gentes como tú tienen un sitio en la horca. Para impresionar a la muchacha, dio un latigazo a Roberto que no tuvo tiempo de esquivar.

La risa de la muchacha envalentonó al joven noble que comenzó a descargar latigazos. Protegiéndose como podía, consiguió Roberto arrancar el látigo de sus manos, sujetándolo después por la cintura y tras un breve forcejeo dió con él en tierra.

Al verse desmontado, traidoramente sacó un puñal. Todo sucedió muy rápidamente, Roberto le arrojó a su cara el saco de las plantas, momento que aprovechó para sujetarle el brazo y retorcerlo hasta hacerle soltar el puñal acompañado de un grito de dolor, el brazo había sido dislocado.

¡Te ahorcarán por esto! Amenazó lleno de rabia, me oyes, te ahorcarán.

Descargó Roberto con fuerza el látigo sobre la cara de quien lo increpaba; ahora ya hay un motivo más, le dijo.

Tomando conciencia de la amenaza y del peligro en que se encontraba, subió al caballo del orgulloso sobrino del conde y se alejó al galope.

Resonaban en su cabeza aquellas palabras ¡te ahorcarán! ¡te ahorcarán!, sin duda lo harían, por muchísimo menos ahorcaron el pasado año a varios hombres, pensó. Uno de ellos por intentar cazar un conejo, conejo que no cazó, pero fue ahorcado igualmente.

Llegó a su casa, introdujo al caballo en la cuadra, evitando que se enfriase. Salió a su encuentro su padre, contandole de todo lo sucedido. Puso cara de pesadumbre que pronto borró volviendo a su acostumbrado aspecto sereno yanimoso. El sobrino del conde, además es hijo del juez del reino, si caes en sus manos te ahorcarán, claro que primero tendrán que encontrarte, en pocas palabras, debes huir y dejar en tu lugar al viento. Llevarás todos mis ahorros, sin perder tiempo te irás, este es un buen caballo, en quince o veinte días estarás en Cádiz, allí podrás embarcarte.

De quedarte aquí, tu profesión y conocimientos no tardarían en delatarte, en poco tiempo darían contigo. El juez y el conde son rencorosos, no olvidarán esto mientras vivan, el hijo por lo que me has contado, lo tendrá presente toda su vida.

Entraron en la casa, elaboró el padre para su mujer una mentira piadosa, que la mujer por inteligencia disimuló que creía, pero que su intuición de madre adivinaba peligro para su hijo. Retuvo las lágrimas y actúo con entereza. 

Salieron a despedirlo, su padre temiendo que nunca más volvería a verlo lo apartó de su madre diciéndole: estamos orgullosos de tí, nosotros viviremos como hasta ahora, nada habrá de faltarnos, no debes volver hasta recibir aviso. Todo lo que sabía te lo he enseñado, sólo una última cosa me resta por decirte, es una norma por la que siempre he intentado guiarme: mientras vivas, hijo mio, sé justo y bueno, pero en los momentos en que no puedas ser ambas cosas, sé bueno, aunque no seas justo. Y ahora vete, el tiempo apremia.

Su madre lo abrazó y un ligero escalofrío recorrió todo su cuerpo, no pudo más y las lágrimas se deslizaron por las mejillas, pero ni un solo sollozo salía de sus labios. Su padre tragó saliva conteniendo la emoción. Instantes después la figura de Roberto se perdía en la oscuridad de la noche, solamente el ruido de los cascos del caballo sobre el camino, atestiguaban que se alejaba sin tropiezo.

Durante mucho tiempo quedaron los padres a la puerta de la casa, su madre se negaba a entrar.Volvían a estar como en su juventud, sólos y comenzando de nuevo su convivencia que por fuerza tenía que ser distinta.

Capítulo III

-LA HUIDA-

La orden de busca no sería dada hasta el día siguiente, durante días estarían haciendo averiguaciones. Podría estar oculto en las montañas, en algún pueblo cercano o en la cabaña de algún campesino, también podría haber huido, ¿pero a dónde y hacia dónde?, eso llevaba su tiempo, como tiempo llevaría encontrarle.

Disponía Roberto sin preocupación alguna de una semana sin temer absolutamente nada, a partir de ese tiempo cualquier cosa podría suceder.

Aún no era verano y las noches eran todavía frescas. Para dormir se apartaba del camino, improvisaba una cama de hojas y helechos bajo las ramas de un árbol que le protegiese del rocío nocturno, envolviase en una manta y dormía. La primera noche tuvo un sueño muy curioso, sus perseguidores iban tras él, perseguido descendía por una montaña, la bajada era fácil, sin embargo, era incapaz de correr, sus piernas se hundían en arena y un frío glacial invadía su cuerpo, sus perseguidores estaban a punto de cogerlo. Despertó sobresaltado, todo había sido un sueño, la temperatura había descendido esa noche y su cuerpo realmente tiritaba de frío. Se incorporó, saltó un poco para entrar en calor, volvió a tumbarse, pero esta vez echando sobre si hierbas y hojas que lo protegieran del frío nocturno.

En su huída cruzó pueblos, aldeas y ciudades, rehuyendo las posadas para no ser reconocido y dejar pistas sobre su paso.

Pasaban los días y su avance hacia el sur se realizaba sin ningún tropiezo, hasta que ya en Andalucía se vio de repente rodeado por una cuadrilla de seis bandoleros. No pudo oponer resistencia alguna, hacerlo hubiese sido la muerte instantánea. Estos mismos hombres asaltaran horas antes a un carruaje, uno de los asaltantes había sido herido de un disparo. Roberto entregó su dinero y el caballo, al ver al herido dijo: ese hombre necesita que lo curen. ¿puedes hacerlo tú?Le preguntaron. Puedo intentarlo, aunque nada garantizo, la herida es fea. El herido era el jefe del grupo, hizo que lo bajasen de la montura y con el dolor reflejado en el rostro, le dijo, haz lo que puedas muchacho.

Pasó por el fuego la hoja de una navaja barbera y las de dos cuchillos. El bandolero permanecía tumbado, Roberto le puso un pañuelo entre los dientes, explicó a los bandoleros que lo atasen y sujetasen bien. Debía extraer la bala incrustada en la parte superior del pecho y comenzó a cortar separando las carnes con los dos cuchillos, no había dañado ninguna costilla aunque se encontraba alojada cerca, muy cerca del pulmón. El jefe de bandoleros, hombre curtido parecía hecho para el sufrimiento, durante todo el tiempo que duró la operación no pronunció ni un solo quejido. La bala fue extraída con dificultad, pero al fin salió. Perdió el herido abundante sangre, pero no tanto como para que aquél hombre perdiese el conocimiento y el ánimo. ¿todo bien? Preguntó en voz muy baja. De esta saldrá usted, con unos días de reposo. Nadie le había tratado nunca con respeto, menos aún, un prisionero que lo curaba y sin pedir nada a cambio. El jefe sonrió levemente, y cerró los ojos. Buscó Roberto hierbas por el campo, las coció y tras enfriado el cocimiento las mezcló y amasó con arcilla, colocando el emplasto sobre la herida. Con otras hierbas hizo infusiones para calmar el dolor y la fiebre. A la mañana siguiente se encontraba mucho mejor, tres días después totalmente recuperado. El jefe y los bandoleros habían intimado con él, sabedores de su historia le ofrecieron unirse a ellos, Roberto prefirió si se lo permitían, seguir camino e intentar embarcarse. Si es tu deseo, respondió el jefe, debes partir cuanto antes, uno de mis hombres te acompañará para que nada vuelva a ocurrirte, te guiará por la sierra y en Cádiz buscará amigos que te embarquen lo más rápidamente posible.

Partieron al amanecer, por desfiladeros de montañas y llegaron en pocos días a la ciudad. Roberto no había visto nunca una ciudad tan grande, ¿Quién se preocupará de mí, quien podrá encontrarme mezclado entre toda esta gente?, pensaba. Acostumbrado a vivir en el campo y en aldeas, no sabía que la razón de ser de la ciudad es que a ella acude muchísima gente de todas partes, siendo por esa misma razón, donde mayor vigilancia hay, encontrándose a menudo en ciudades populosas a quien menos se espera.

Caminaron por diversas calles entre carros de mercancías, admirando las buenas y grandes casas. Su acompañante le mostró las mansiones iluminadas cuya luz se irradiaba a través de las ventanas. Eran las casas de los adinerados, de los ricos comerciantes. Pero en otras calles había casuchas hacinadas de gente, eran obreros y marineros con míseros salarios cuyos hijos hambrientos trabajaban con el mismo horario de sus padres y con un salario cinco veces inferior. Muchos de estos niños vivían en la calle, porque ni padres tenían, hasta tal punto había llegado su desgracia y mala fortuna. Cádiz era un campo de cultivo para futuros ladrones y bandidos de toda suerte, que surgirían de estos niños desamparados, hambrientos, descalzos, apenas vestidos y sin instrucción alguna. Su única escuela era la calle, su única asignatura interna comer y subsistir como pudiesen. A los que la naturaleza había dotado de una fortaleza excepcional, superaban las enfermedades, la habilidad y el rápido aprendizaje en las pillerías callejeras lograban hacerle llegar a la edad adulta, y si el destino era benévolo con ellos, conseguirían arrastrar una vida penosa de trabajos, que los haría morir prematuramente avejentados con el organismo agotado no llegados los cuarenta años. Pero si esto no sucedía, y era lo más normal, la muerte temprana, los guardias, la cárcel y el patíbulo acabarían con ellos.

Tanta desigualdad humana, tanto bienestar mal repartido, tanta desgracia y miseria acumulada en una sola condición de gentes, mientras una minoría vivía en la opulencia era injusto y de todas maneras injustificado.

El bandolero fue en busca de un conocido, mientras tanto Roberto se dirigía con curiosidad a un grupo que hablaba en voz alta. Era una mesa de juego, apenas llegó, una mujer joven estaba apostando a un garbanzo que se ocultaba bajo tres tazas, la mujer se dirigió a Roberto para que apoyase su dedo en una de las tazas mientras ella buscaba unas monedas, varios hombres y varias mujeres hablaban a la vez, Roberto no sabía a quien atender, a la mujer le faltaba dinero con que completar la apuesta, todo el mundo gritaba, ¡está ahí!, ¡está ahí!, decían refiriéndose al garbanzo. El hombre de la mesa indicó que levantase la taza y vería el garbanzo, efectivamente el garbanzo estaba ahí, la mujer dijo que no tenía dinero de la apuesta, que se lo dejaba a él si quería, todo el mundo lo incitaba a jugar. Confuso, sacó dinero y lo dio, volvieron a subir la apuesta, la mujer y los que allí estaban lo incitaron a subirle, no sabía que hacer, ya había entregado dinero, sacó más, lo entregó, quisieron subir la apuesta. Todo el mundo gritaba. No quiso jugar más, levantó la taza y allí no había garbanzo alguno. Quedó estupefacto, todo el mundo desapareció como por arte de magia, en ese momento llegó el bandolero. ¡Alma de Dios!, ¿qué te ha pasado? Exclamó al ver su cara. He jugado y … ¡Has jugado y te han timado!. Cádiz en la calle es timo y robo, timo en la calle y en los negocios, robo en la calle y en los negocios, unos por miseria u otros, los peores, por avaricia. Lo tomó del brazo y siguieron caminando. Irritado consigo mismo, dijo entre dientes: soy un imbécil. No, no lo eres, todos y todo estaba en tu contra, todos ellos estaban de acuerdo para embaucarte, es la primera lección de la picaresca de la ciudad, pon atención porque si no, caerás en todos los trucos y hay mil que el estómago hambriento inventa para los bolsillos ingenuos.

Roberto fue conducido a la posada de un hombre de confianza encargado de cuidarle y embarcarlo en la mejor oportunidad.

El posadero, hombre de experiencia en el mundo de la ciudad y de los avatares que en ella surgían diariamente, tranquilizó a Roberto, llevándolo al patio que la posada tenía le dijo:

-Viniendo recomendado por quien recomendado vienes me hago responsable de tu seguridad. Enterado estoy de lo que te ha sucedido, no debes preocuparte, las órdenes de apresamiento tardan en llegar mucho tiempo y cuando lleguen yo seré de los primeros en saberlo. ¿Cómo lo sabré?Esas son cosas mías. Pero aun llegada esa orden, tendrían que reconocerte, localizarte y finalmente apresarte. Todas esas cosas son muy difíciles teniendo amigos y en una ciudad como Cádiz.

Le puso una mano sobre el hombre y amistosamente añadió, no debes preocuparte lo más mínimo, disfruta de la ciudad, a esconderte tienes tiempo y si quieres y es tu deseo, no te faltará ocasión de que puedas corresponder a lo que por ti pueda hacer.

No entendió Roberto a lo que con aquellas palabras querría referirse el posadero, prefirió no preguntar, y esperar a ver como se desarrollaban los acontecimientos.

La posada era frecuentada por gentes de paso y de desigual condición, hidalgos y nobles venidos a menos que se embarcaban hacía tierras lejanas. Hombres que venían a negociar con gentes de ultramar y también truhanes y gentes del hampa estos no dormían, se reunían para beber, comer e intercambiar noticias de los asuntos de Egipto que es como se referían a sus secretos asuntos de los que el posadero estaba enterado y era sabedor de buena parte de ellos.

Roberto pasó a ser un personaje más del mundo de la posada y tratado con afecto, sobre todo después de que en un par de ocasiones, el posadero le pidió si tenía a bien y quisiera curar a un buen amigo suyo de un mal que padecía a causa de un accidente. Asi se refería el posadero a heridas de bala, cuchilladas o descalabro por golpes o caídas de murosventanas y tejados de casas.

No le faltó a Roberto nada ni siquiera respeto y consideración, nadie le dirigió una frase que pudiese molestarlo, siempre había un vaso de vino para él en cualquier mesa.

Más tarde se enteró que el posadero era hermano del bandolero que había curado en la sierra y que otros que había curado con éxito eran hombres de influencia en el mundo del hampa.

Comentó Roberto a su amigo el posadero, como se empeñó en que así lo llamase, que deseaba trabajar de carpintero en la construcción de barcos.

-Eso quieres –le dijo con la mirada de quien conoce bien las intenciones de los hombres-.

Sí, quiero trabajar en el astillero y conocer bien ese oficio, respondió con firmeza.

Veré, que puedo hacer. El posadero siempre respondía de la misma manera cuando se la pedía algo, y muy rara vez no pudo hacer lo que se le pedía.

Esa misma tarde Roberto conoció en la posada a un maestro carpintero en los astilleros, el vino era por cuenta de la casa.

Al día siguiente se incorporó a su nuevo trabajo. Aprendía con rapidez preguntando los pormenores de la construcción de cuadernas y quillas, interesándose por los lugares más débiles del barco y otros muchos detalles.

El trabajo fortaleció su cuerpo, sus brazos ganaron en musculatura y sus manos se hicieron fuertes. El maestro carpintero vio en Roberto un muchacho inteligente, bien dotado de virtudes y lo invitaba con frecuencia a comer a su casa. Tenía en ella además de su mujer, dos hijas que con él vivían cada cual más bonita y poseedoras de esa gracia andaluza que las mujeres de Cádiz poseen.

Roberto se dio cuenta que el maestro carpintero y su mujer albergaban la esperanza que entre él y alguna de sus hijas naciese una atracción y así poder colocar a una de ellas en su momento. También se dio cuenta que a ellas tanto a una como a la otra no las importaría amar y ser amadas por Roberto.

Había cogido cariño por aquél hombre honrado y trabajador y observando él que tarde o temprano tendría que marcharse precipitadamente de Cádiz decidió no volver más por su casa.

Pasaron los meses, el tiempo transcurría lentamente, un día llegaron rumores de búsqueda y captura de un hombre joven de sus características. El posadero llamó a parte a Roberto y con tono solemne le comunicó lo que sucedería, indicándole que lo mejor que convenía, sin prisas y sin temor alguno, pero que era necesario su partida con nombre y documentación falsa que él se encargaría de traerle, para que embarcase entre la tripulación de algún barco que se dirigiese a las costas mejicanas. Y que él como buen amigo que era se encargaría de buscarle. Añadiendo, veré lo que puedo hacer.

Capítulo IV

-LA TRIPULACIÓN-

Los marineros en su totalidad analfabetos, eran hombres curtidos por la vida marina, sufridos, pacientes, de cuerpos robustecidos por el trabajo, en su mayoría alegres. La dureza de la vida en la mar les había contagiado esta cualidad y ellos, aunque solidarios eran de carácter duro. Entrando el barco en el puerto, tocando tierra sus cuerpos, daban rienda suelta a su entusiasmo bebiendo y cantando hasta la embriaguez que casi siempre acababa en peleas y trifulcas. En el barco, quitando las bromas pesadas que por ser novato y joven Roberto recibía, eran excelentes compañeros, incluso le protegían y ayudaban, los mismos marineros que le ayudaban poco después se reían de él volviendo a hacerle bromas de muy mal gusto. Una vez en compinchamiento con el cocinero salaron su comida horriblemente durante tres días, sus compañeros decían que la suya también lo estaba, hasta que le mostraron el engaño; la de ellos no estaba con exceso de sal.

La comida no fue fácil de asimilar por su malísima calidad, el propio cocinero la llamaba bazofia. La compañía por ahorro económico proporcionaba una horrorosa comida que repetía día tras día. Advirtió el capitán que no se volviese a llamar bazofia a la comida, ordenando darle tres latigazos al cocinero como castigo ejemplar. De nada sirvió, el cocinero, siguió llamándola bazofia.

Los camarotes del capitán y oficiales eran cómodos y con ventilación, no así los de la tripulación que no tenían más que literas y sucios jergones en lugares sin abertura al exterior donde se hacinaban por turnos. El olor de los cuerpos y respiraciones convertían aquél lugar en desagradable y propicio a todo tipo de enfermedades. Algunos de los marineros preferían dormir en la cubierta, pero el capitán lo tenía terminantemente prohibido. Cuando se construyó el Santa Cruz se pensó en todo menos en la comodidad, descanso y salud de la tripulación. La compañía contrataba a los marineros por un trabajo, su salud y comodidad nada importaba, consideraban al marinero como animal de trabajo del que había que extraer el mayor beneficio posible. Esto, unido a las severas leyes de la mar hacían de este trabajo un suplicio, ni un sólo hombre de ciencias ni de letras levantaba su voz o escribía sobre la vida tan dura de estos hombres con el fin de que suavizasen sus leyes, incrementasen sus comodidades y fuesen considerados como hombres.

Entre la tripulación había un árabe de estatura y corpulencia descomunal, sus músculos sobresalían de su camisa a la que hubo que cortar las mangas porque sus brazos no cabían en ellas, su barba negra le proporcionaba un aspecto feroz. Los fardos los cogía como si fuesen plumas, daba la impresión de que para él no existían pesos, tenía además otra cualidad característica de los hombres de su raza, esta era la agilidad, su cuerpo de coloso se movía con agilidad sorprendente.

La verdad es que Abdul era un hombre pacífico, nunca descendía del barco, una sola vez bajó a tierra y en una taberna bebió hasta emborracharse, se puso sentimental acudiendo a su memoria recuerdos de su infancia, de la vida en el desierto, las largas caravanas de camellos y el recuerdo de su amada. Entonó canciones árabes que a todos parecían tristes y debían serlo porque a Abdul se le deslizaban lágrimas por sus mejillas.

Era en un puerto italiano, Abdul estaba ebrio, cantaba desde hacía tiempo, unos marineros también bebidos le dijeron que se callase, Abdul ni los oyó ni quiso oírlos, sus canciones monótonas siguieron resonando en el local. La taberna entera fue hacia él, Abdul despertó de su letargo, aún no se había puesto en pie cuando ya tenía cogido a uno de sus atacantes por el cuello mientras con la otra mano lo izaba en el aire, instantes después el pobre infeliz caía como lluvia del cielo sobre sus compañeros. Abdul de un tirón arrancó el largo mostrador , cruzó los brazos sobre su pecho y mirando fijamente a sus adversarios siguió cantando hasta que se cansó sin que nadie se atreviese a abrir la boca.

Abdul era el único marinero que no había recibido ninguno de los arbitrarios castigos del capitán, éste hacía como que Abdul no existía, aunque tenía ganas de jugarle una mala pasada.

El gran amigo de Abdul era el cocinero si Abdul era coloso, el cocinero era mas bien bajo, si Abdul era pacífico y tranquilo como los grandes perros mastines, el cocinero era inquieto y siempre estaba gastando bromas, uno era árabe, el cocinero era gallego, dos cosas tenían en común, ambos intentaban ayudar a quien podían y que el gallego, como llamaban al cocinero, lloraba también cuando tocaba las canciones de su tierra con una gaita.

El barco había zarpado de Cádiz con sus bodegas repletas de vino andaluz y de la Rioja, trigo y aceite, el resto del campamento eran fusiles, pistolas, sables, seis cañones, uno de ellos muy pesado y de largo alcance, abundante pólvora y proyectiles, destinado esto último para un fuerte español en Méjico. Su primera escala sería en Canarias, de ahí se dirigiría a Méjico.

El tiempo era bueno y el viento soplaba de popa hinchando las velas con fuerza, el barco así impelido surcaba el mar con la misma facilidad que un arado arrastrado por robustos bueyes abre la tierra en un campo de labor.

La carga estaba bien distribuida, nada hay más peligroso en un barco que una carga mal distribuida o mal sujeta un golpe de mar podría enviar el barco al fondo de las aguas en pocos minutos el barco sería engullido sin quedar más restos de él que los cuerpos de los marineros ahogados flotando junto con otros objetos de madera, siendo para la mar un todo igual, materia que una vez que ha perdido el hálito vital, debe servir de vida a otros seres vivientes.

Si la carga no estuviese bien sujeta, un deslizamiento de ella provocaría la inclinación del barco sobre uno de los costados y la catástrofe sería segura. El capitán y los oficiales aunque déspotas y arbitrarios eran del todo escrupulosos tocando este punto. Pero también lo eran los marineros, ellos conocían mejor que nadie los peligros de la mar y por seguridad propia realizaban el trabajo a conciencia. Varios miembros de la tripulación habían sufrido naufragios, salvando sus vidas unas veces por azar y otras por la misericordia de Dios, pero otros compañeros habían muerto sin volver a saberse nunca más de ellos.

A los dos días de abandonar el puerto de Cádiz y pasados los días del intenso ajetreo que dura el cargamento, todo se convierte en calma repentina que es difícil de asimilar el cuerpo se encuentra acostumbrado a un ritmo acelerado y no acepta fácilmente la inactividad casi total comparándola con la frenética actividad anterior. Y fue en uno de estos períodos muertos cuando el cocinero contó a Roberto la historia de Abdul.

Abdul era hijo de un jefe guerrero beduino, los hombres de su tribu nacidos en el desierto y al desierto hechos, soportan las altas temperaturas del día sin apenas llegar a beber un vaso de agua, el sol no calcina sus rostros porque los llevan protegidos con velos, por la noche las temperaturas descienden a varios grados bajo cero, el frío es intenso e igualmente lo soportan con ropas ligeras.

El abuelo de Abdul le había enseñado a dormir desnudo con las bajas temperaturas nocturnas. La técnica consistía en una relajación total de los músculos del cuerpo, los órganos dejaban prácticamente de funcionar excepto el corazón y los pulmones que lo hacen muy lentamente, tan lentamente que quien viese un hombre acostado a esa temperatura lo tomaría por muerto. El despertar se hace muy despacio, con frecuencia les lleva cerca de una hora lograr ponerse en pie y comenzar a moverse.

Abdul aunque joven era el guerrero predilecto de su tribu, se enamoró perdidamente de una muchacha a la que quería más que a su propia vida, a nadie habló de su amor. Abdul esperaba tener un poco más de edad y poder estar a su lado, mientras esto esperaba, la muchacha fue vendida para engrosar el harén de un príncipe.

Enterado Abdul, tomó sus armas y marchó en busca de su amada para traerla consigo. Su padre le echó en falta sospechando su empresa, partió tras él con varios guerreros escogidos a fin de impedirle cometer una locura. Demasiado tarde esa misma noche Abdul escaló la muralla del palacio, tres guardias le hicieron frente y los tres quedaron sin vida en un abrir y cerrar de ojos, dos guardias más acudieron al jardín atraídos por el ruido, cogidos por sorpresa, el sable de Abdul no les dio tiempo ni a que de sus bocas saliese un solo grito.

La puerta del palacio se hallaba cerrada, franquearla era del todo imposible, rodeó el edificio buscando una entrada, la oscuridad protegíale de servisto topó de frente con un criado que al verlo de súbito quedo paralizado, instantes que aprovechó para sujetarlo con una mano mientras con la otra esgrimía su cuchillo curvo. El criado medio muerto de miedo siguió todas las indicaciones de Abdul que sin soltarlo seguía, descendieron por una escalinata que daba a las cocinas, de allí subieron al piso superior. Al doblar la esquina de un pasillo un guardia hízole frente, Abdul sin soltar el criado descargó su sable sobre el infeliz. Su cuerpo quedó exánime.

Más muerto que vivo, el criado señaló una puerta. Prohibido, susurró, además eunucos armados. ¿Cuántos?, cuatro, volvió a susurrar.

La puerta era de un grosor impresionante y cerrada por dentro, era la entrada a la antesala del harén que servía de sala de guardia a los robustos eunucos, celosos vigilantes con ordenes de dar muerte a todo aquel que penetrase en ella, excepto al príncipe y a las esclavas sirvientes.

La guardia eunuca estaba especialmente adiestrada en la lucha con sable y cuchillo, tenían una consideración especial dentro del palacio, motivo por el que abusaban de su privilegio, sus comportamientos eran los de un déspota para con todos los demás sirvientes. Mimaba el príncipe a su guardia eunuca, ésta le era fiel y servil hasta la muerte. Por su propia condición de eunucos eran gentes resentidas y caprichosas, albergando dentro de sí maldad y odio contenido. Para ellos, el príncipe era su amo, su dueño y señor, si una mujer huyese, si alguna mujer abandonase sus estancias sin permiso, si algún otro hombre que no fuese el príncipe penetrase en el harén, a la guardia eunuca completa, sin excepción alguna, les sería cortada la cabeza.

Ese temor lo habían transformado en fiereza, el resentimiento y odio contra el hombre, en crueldad contra todo ser viviente. Robados de niños por hombres sin conciencia, otras veces vendidos por sus propios padres por algunas monedas, monedas que aliviarían el hambre de sus hermanos durante algún tiempo.

Pero las más de las veces vendidos sin escrúpulo alguno por el noble y propietario de las tierras y propietario a su vez de todo ser vivo en ellas, desde la liebre al corzo, de la familia del jabalí a la familia del siervo, que no solamente agotaba sus vidas con el trabajo, con la miseria y con el hambre, sino también vendiéndoles a sus hijos. Esta historia, no es la historia, porque la historia está hecha por historiadores que ensalzan al estado, que enaltecen la aristocracia y la nobleza, que enaltecen la riqueza y al hombre enriquecido también, que encumbran como portadores a todos ellos de los dones divinos y de los valores humanos. Historiadores así ocultan lo que no debe ni puede ocultarse, porque la vida en su acontecer, en su evolución, necesita para un futuro claro un pasado visto con claridad también, sin ocultamiento de las vergüenzas y para que sirvan de lecciones éticas al discurrir de la humanidad.

Por fortuna hay historiadores que superando su condición de historiador del poderoso, se convierte en historiador de la humanidad contribuyendo, haciéndola más humana.

Estos historiadores escasos como los oasis en los desiertos, son un manantial inagotable a través del tiempo de la historia de la opresión del rico sobre el pobre, y nos muestran como estos niños robados, comprados y vendidos, eran horriblemente mutilados en sus genitales a muy corta edad, los que sobrevivían a las infecciones, posteriormente se vendían como esclavos de lujo, no solo por occidente sino también para oriente y la india. La iglesia católica también los nesitaba y los apreciaba como niños mutilados y los compraba, y los vendía sino les servían para sus coros de voces blancas en sus misas solemnes, he aquí a Roma y en ella al Vaticano y en él a los espíritus más refinados y más cercanos a dios.

La importancia llegó a ser tal, que hasta compositores por encargo o sin encargo alguno de nobles y reyes, papas y cardenales, escribían sus partituras, canciones y óperas, pensando en voces de los llamados castrati.
Los castrati servían asi de diversión pública en el escenario, algunos de ellos fueron famosos como famosos fueron algunos bufones de corte.

Dicho esto volvemos a nuestra historia.

Cada ocho horas la guardia eunuca era renovada por otra nueva, dos permanecían en pié ante la puerta del harén, mientras los otros dos esperaban sentados en la antesala. Abdul sabía el peligro que entrañaba luchar contra cuatro robustos guardias especialmente entrenados. Si estuviese con él uno de sus compañeros, habría alguna probabilidad, él sólo no tendría ninguna, cuatro guardianes tan expertos como él en la lucha, ocho brazos contra dos, cuatro sables contra uno, cuatro dagas contra una. La desproporción era demasiado grande para salir con éxito y no había más opciones, vencerlos o morir en sus manos.

Una circunstancia imprevista vino en ayuda de Abdul, el criado repentinamente dio una patada a la puerta. El puño de Abdul cayó sobre la base del cráneo del criado que se desplomó pesadamente al suelo. Instantes después, ruidos de cerrojos indicaron que la puerta se abría. Su corazón latía con fuerza, su cuerpo en tensión y su mente iluminada por una sola idea, el número de enemigos ya no contaba. La pesada puerta se abrió, el vigilante que la traspuso, sintió tan solo una extraña sensación en el cuello que puso fin a su vida. Abdul penetró en la antesala como una tormenta de arena, su cuerpo parecía cubrir toda la amplia cámara, parecía estar en todos los lugares al mismo tiempo. El segundo guardián cogido por sorpresa, apenas tuvo tiempo de reaccionar. Los otros dos superado los primeros instantes, desenfundaron los sables pero no atacaban, se defendían de un atacante que más parecía un vendabal que un hombre.

Abdul era más alto y fuerte, había eliminado a dos de ellos por sorpresa, los que quedaban eran expertos luchadores. El sable de Abdul iba de un sable a otro arrancando chispas del acero, su cuerpo de gigante no lo era tanto ante los eunucos que tenían también elevada esatura. Abdul hizo una finta y uno de ellos golpeó en vacio, golpe de sable fatal, la respuesta de Abdul no se hizo esperar y un cuerpo rodó por el suelo, el otro lo hirió a su vez en el brazo izquierdo, pero perdió unos instantes en ver a su compañero muerto. Nada debe despistar a un gerrero en combate, suceda lo que suceda, el guerrero sólo ve enemigos ante si, los suyos no importan, el enemigo es al único que hay que ver. El eunuco no era guerrero, no había participado en batallas, no estaba acostumbrado a los horrores de los cuerpos mutilados, al dolor de los heridos moribundos, a presenciar las horribles heridas del combate ni la vista macabra de cuerpos sin vida y de otros pidiendo ayuda, aún sabiendo que no la recibirían nunca, donde a la vida se la hizo huir y en su lugar se enseñorea a la muerte, la muerte en su faceta más feroz, más cruel y con frecuencia más inútil.

Este tiempo aunque ínfimo, fue aprovechado por Abdul para golpear con la rapidez fatal del rayo a su contrincante. El camino estaba libre, tomó las llaves de un cofre de oro con piedras preciosas incrustadas y abrió la puerta del harén. El príncipe tenia en el a 37 mujeres. El brazo de Abdul manaba sangre abundantemente, él no se apercibía, una sola idea lo ocupaba, una sola idea retumbaba insistentemente en su cabeza. En el harén las mujeres quedaron estupefactas, no daban crédito a lo que veían, un hombre ante ellas, un hombre en el harén, era imposible. La mayor parte de ellas habían ingresado allí siendo casi niñas, ahora eran jóvenes esposas esclavizadas de un príncipe. Abdul excitado por el combate, necesitaba tranquilizarse para poder pensar, respiró profundamente, expulsó todo el aire de su pecho y sostuvo la respiración algún tiempo, cuando volvió a coger aire se encontraba más relajado, la mente como por arte de magia se había trastocado en clara y con capacidad de valorar fríamente. Este es el estado natural del guerrero antes de la batalla, estado natural que debe recuperar tan pronto ésta finaliza, durante ella no hay más que ardor, ceguera, locura y muerte. Su padre le había enseñado que la mente clara y fría no comete errores, le enseñó la técnica del control de si mismo, antes de que empuñase por primera vez un sable. Con ello conseguía pasar en breves momentos de la excitación al relajo, sin transición intermedia alguna.

Corrió entre gritos de mujeres los velos de las estancias pronunciando el nombre de su amada, quien apenas lo vió, corrió hacia él como si hubiese visto al mismo Alá. La tomó de una mano y sin decir palabra, salieron al pasillo del palacio. Al pasar por la antesala, Abdul abrazó a su amada, poniendo su enorme mano en sus ojos mientras caminaban por ella, lo mismo hizo ante la presencia del eunuco del pasillo que yacía degollado, no vio nada la muchacha, tanto era así que no se explicaba como había entrado tan fácilmente. Solo la herida del brazo, las ropas y el sable ensangrentado le hacía suponer una terrible lucha, pero ella no había visto ni una sola gota de sangre, excepto la de él.

Todos estos acontecimientos habían sucedido en un corto periodo de tiempo, al igual que en cortos períodos de tiempo suelen suceder las cosas más importantes.

Salieron al jardín, escaló Abdul el muro con su amada sujeta al cuello y ya en el exterior subieron al brioso caballo árabe, galopando protegidos por la oscuridad, y arropados por el manto de estrellas que en lo alto del firmamento servían de guía y promesa en el camino de los atrevidos amantes.

No tardaron en salir en su persecución, la noche les puso dificultades. Estaban en pleno desierto, el palacio y los perseguidores lejos, de momento podían considerarse a salvo, el caballo necesitaba descansar. El frío había puesto su helada mano sobre el desierto, la muchacha sin velo y con ropas suaves, apretaba su cuerpo tembloroso de frío contra la espalda de Abdul. Bajó él del caballo, quitó sus ropas y las puso sobre el cuerpo de ella. Caminó toda la noche, el caballo llevado por las riendas y con el peso de la muchacha estaría fresco al día siguiente. Dos horas más tarde se vieron rodeados por siete jinetes. Abdul, sable en mano se aprestó a la lucha, repitieron su nombre una y otra vez, finalmente los reconoció como hombres de su tribu, era su padre quien pronunciaba su nombre.

Vendaron la herida de su brazo y sabedores de lo sucedido, admiraron su valor peroreprocharon al joven su ímpetu descontrolado y sobre todo el transgredir las leyes.

Las únicas leyes que no deben transgredirse son las leyes de Alá, les dijo. Los hombres dictan leyes a su conveniencia, la ley de Dios no podría transgredirse por mucho que el hombre lo intentase. El Corán dice, -Abdul lo interrumpió-, el Corán es un libro muy sabio pero un libro al fin y al cabo y aunque escrito por el profeta, hombre bueno y sabio, no dejaba de ser profeta, hombre y sabio. Si hubiese transgredido la ley de Dios, Alá no sólo no hubiese permitido el éxito, sino que sería fulminado en el instante mismo del intento.

Nadie respondió a sus palabras, no sabiendo que admirar más aquellos experimentados guerreros del desierto, si el arrojo del joven o su buen juicio. El silencio y la reflexión reinó en todos ellos. La crítica situación les hacia ver una muerte segura de caer en manos del príncipe, y éste daría con ellos tarde o temprano.

Su padre habló apesadumbrado, he cometido locuras en mi juventud, todas ellas juntas no alcanzarían ni la mitad de lo que tu has hecho, por otra parte, si antes eras orgullo para mi ahora lo sigues siendo y doblemente por el coraje y la nobleza de corazón que muestras. Si nuestra familia es respetada por su valor y nobleza, tú lo serás aún más porque de lo uno y lo otro posees. Ahora es necesario buscar una solución urge poneros a salvo, es dolorosa mi propuesta que someto a juicio de todos. Debeis permanecer separados durante cierto tiempo, ella permanecerá en la tribu que adentraremos en el desierto, oculta entre nuestras mujeres nunca será descubierta, al no estar tú nadie la buscará allí. Sin embargo y se me parte el corazón al decirlo, debes irte lejos, muy lejos, tan lejos como puedas para que la distancia venza por ti los deseos del amor, al menos durante dos años, transcurridos los cuales podrás volver ocultamente a la tribu.

Abdul negó con la cabeza, su padre volvió a hablar; como padre te lo pido, saber que estás vivo, no es igual que saber que estás muerto; como jefe te lo ordeno, yo se mejor que tú, lo que conviene y no conviene hacer. Se puso en pié, clavó su sable en la arena, hizo un corte con la daga en ambas caras de su mano derecha que apoyó en su empuñadura. Como guerrero juro por Alá que mientras mis ojos puedan ver la luz y un solo átomo de aliento anime mi cuerpo, mi brazo defenderá a tu amada ante quien intente hacerle el menor daño. De no cumplir este juramento, que la tierra desaparezca bajo mis pies y el cielo caiga sobre mi cabeza.

Uno tras otro, los seis guerreros hicieron un corte en sus manos y apoyados en sus sables realizaron el mismo juramento.

Abdul volvió a negar con la cabeza. La muchacha le tomó de la mano, diciéndole, es lo más sensato. De no separarnos nuestra muerte es segura como el Sol cada día calcina las arenas del desierto, Alá todo misericordioso nos ayudará. Pero antes de irte, prométeme que finalizado ese tiempo vendrás a mí, si pasado ese tiempo no vinieses en mi busca, estos guerreros deben quitarme la vida con tu daga que guardaré como el más preciado tesoro, porque en ella estarás tú continuamente a mi lado.

Abdul marchó, y la única forma que tiene de evitar volver antes del tiempo establecido, es permaneciendo en el mar y evitar pisar tierra, concluyó el cocinero.

El barco hizo escala en Canarias, se avitualló de agua fresca, víveres y frutas, era la única escala para la larga travesía, y partió a los tres días.

El tiempo seguía siendo bueno y favorable a la navegación, era verano y el viento soplaba con la fuerza suficiente para que el barco avanzase insaciable milla tras milla.

Roberto asediaba a preguntas a los pilotos que gustosos respondían complacientes a sus preguntas, que a su vez Roberto volvía a replantear con situaciones hipotéticas y de peligro.

Así aprendía de ellos y con ellos cual era la mejor forma de navegar con bolina y barlovento, que tipo de velas debían desplegarse y que tipo de ángulo era el idóneo para un mayor avance contra el viento. Estas y otras muchas explicaciones, junto con el experimentado conocimiento que había adquirido en los astilleros, hicieron de él en muy poco tiempo un experto conocedor del barco y su manejo.

Si la intención primera había sido desembarcar en tierras de ultramar, ahora rondaba en su cabeza, la idea de seguir navegando. El mar siempre le había atraído a pesar del duro y peligroso trabajo, plegando y desplegando velas, cargando y descargando las mercancías. En el mar se sentía contento y seguro de si mismo.

Capítulo V

-El INCIDENTE-

El cocinero seguía llamando bazofia al contenido de sus marmitas, uno de los oficiales ordenó amenazadoramente rectificar ese nombre ¿Cómo debo llamarle? ¡comida! Respondió enérgicamente. ¿Quién sabe de mar, señor oficial, usted o yo? ¡yo! Respondió arrogante el oficial. Respondiendo con arrogancia también el cocinero, de comida soy yo quien más sabe, esto es bazofia, señalando la marmita, como es bazofia, bazofia es su nombre y bazofia la llamo. Algunos marineros asintieron, pero la mirada del oficial los dejó mudos y atemorizados. El incidente hubiese quedado ahí si el oficial no hubiese denunciado el intranscendente hecho al capitán.Su reacción no se hizo esperar, el segundo turno de comida fue interrumpido ordenando retirar lo ya servido y prohibiendo comer durante cuarenta y ocho horas a la tripulación, excepto, claro está, a los oficiales.

Nadie se atrevió a responder, nadie se atrevió a hablar, estas medidas preludiaban otras de mayor severidad, necesitaban alimento y los estómagos se quejaban de manera aparatosa, el hambre era grande, tan grande como la ira contenida, pero mayor era aún el temor, que acallaba hambre e ira como si no existiese.

Pasadas las cuarenta y ocho horas el capitán formó a la tripulación en cubierta, ¿qué nuevas cosas tendrá pensado ahora? Comentaban entre si los marineros. Sacarnos el agua, respondió uno y otro a su vez, la vida, más bien parece.

Sable colgante, pistola al cinto al igual que los oficiales, mandó atar al cocinero ordenando veinte latigazos, a partir de ese número seguir hasta el fin de su vida o hasta que en voz muy alta y clara dijese ¡comida!. Todos sabían que después de veinte latigazos nadie es capaz de hablar en voz alta.

La tripulación estaba amedrentada, el miedo al castigo, el miedo al palo, miedo con el que habían vivido y con el que habían sido alimentados desde la cuna, el miedo como hábito, como rutina, era en definitiva el miedo a la autoridad, miedo con el que habían sido educados y con el que habían de morir, siendo ese mismo miedo con frecuencia, la causa de su muerte. Sin embargo, las caras estaban crispadas y los músculos tensos. La brisa no limpiaba de la cubierta la pesadez ambiental que aplastabla el barco como una gruesa plancha de plomo.

El cocinero avanzó sonriente hacia la argolla, con esa peculiaridad que tienen los gallegos de sonreir a la adversidad y ponerse melancólicos aún en situaciones de mayor alegría. Nunca mejor aplicado, les estaría a ellos eldicho, de a mal tiempo buena cara y a buen tiempo mala cara, yendo lo uno por lo otro.

Abdul valoró mentalmente la situación, tres oficiales armados de pistola y sable, con la tripulación no debía contar, es más, de seguro que estaría en su contra. Nada podía hacer por su amigo.

Con el torso y espalda desnuda, atado a la argolla, estaba allí el cocinero con la piel blanca, contrastando con su rostro y cuello curtidos por el sol y los aires del mar.

El capitán rizando el rizo del sadismo de la ejemplar lección, indicó que fuese Abdul quién diese los latigazos por la propia mano y quien por propia mano llevase hasta el umbral de la muerte, o hasta la muerte misma a su mejor amigo.

El rostro de Abdul no se inmutó al oírlo, saliendo de la fila se dirigió a recoger el látigo que uno de los oficiales tenía en su mano. El oficial se adelantó tres pasos y extendió su brazo, Abdul con sus enormes manos cogió el látigo y la mano del oficial todo a la vez empujándolo hacia sí, levantó su cuerpo en el aire y lo arrojó como un fardo sobre los dos oficiales restantes y el capitán. Sin darles tiempo a desenfundar sus pistolas, comenzó una lucha feroz y solitaria, todo transcurrió vertiginosamente, la tripulación no se movía, el cocinero gritaba que lo soltasen.

El oficial que había volado por los aires yacía aturdido en el suelo, otro estaba fuera de combate, el tercero iba a ser arrojado por la borda cuando la pistola del capitán apuntaba a la espalda de Abdul. Se oyó un disparo.

En el momento del disparo un cuchillo lanzado por un marinero cortó la vida del capitán desviando la dirección de la bala. El oficial aturdido puesto en pié y con la pistola en mano fue desarmado e inmovilizado por Roberto.

Dos marineros tomaron partido por el capitán, sus compañeros los arrojaron al mar, el que había lanzado el cuchillo, tomó en sus manos las pistolas diciendo, allí donde vaya seré ahorcado, debo proporcionales motivos. Al que se me acerque, dijo a sus compañeros, lo dejo seco. Obligó a saltar al mar a los dos oficiales y arrojó por la borda al capitán.

Ahora, exclamó, que sea lo que Dios quiera y dejó caer las pistolas. El barco avanzaba suave cortando las olas, atrás quedaban cuatro hombres llenos de rencor y maldad y dos infelices que sin culpa, a causa del miedo, educación de toda su vida, sería la causa de su muerte.

Abdul y el marinero que lo ayudó fueron tomados como héroes. Roberto fue felicitado por la valentía mostrada, momentos que aprovechó para sugerir que los dos marineros no eran oficiales, nada habían hecho, eran sus compañeros y debían estar con ellos. No somos asesinos, añadió, somos hombres que defendemos nuestras vidas. El timonel giraba ya en redondo para el rescate.

Los dos hombres se mantenían a flote agitando los brazos y pidiendo a gritos que los sacasen del agua. No se veía a nadie más, el mar con pequeñas olas era lo único que se movía, el capitán y los oficiales habían sido tragados por el mar, hundiéndose en el abismo de sus entrañas, sólo un abismo insondable como el mar podía digerir tanta maldad concentrada en esos hombres.

Capítulo VI

-LA ASAMBLEA-

Estaban fuera de la ley, la mitad de la tripulación sería ahorcada, la otra mitad serían encerrados en insanos calabozos padeciendo sufrimientos y penalidades hasta apagárseles lentamente la vida.

Las leyes del mar duras de por sí, eran terribles para el motín y más aún si había habido muerte de oficiales.
El barco quedaba en manos de hombres cuyo trabajo estaba en el mar, en él pasaron las mayor parte de su vida y en él estaban condenados a vivir mientras sus familias en tierra subsistían con el mísero sueldo que estos podían entregarles.

El destino cambiacon frecuencia la vida de los hombres, cambios que hacen variar el sentido y comprensión del mundo, a menudo esta nueva orientación convierte a personas honradas en perseguidos, desarrollándose en ellos resentimiento y odio, convirtiéndoles en malvados a veces hasta el exceso. Otras veces el destino orienta la vida de estos seres en un camino de intachable comportamiento, porque muy pocas personas son totalmente la maldad o la bondad perfecta. Así es el destino, pero el azar también juega en el gran juego de la vida por medio de insignificantes contratiempos, contratiempos que son a su vez motivadores dinámicos de grandes avances en el espíritu del hombre y de la sociedad, otras, por el contrario, truncan la vida del hombre en instantes. Es el misterio de la vida y de la creación. Los oficiales y el capitán desaparecieron porque atentaban contra la naturaleza, la vida misma, y la vida y la naturaleza acaban por hacerlos desaparecer.

La vida es sabia y la naturaleza tan sabia como ella, el destino está escrito en el cielo, pero en el cielo solamente está escrito el destino espiritual, no el terrenal, el destino de los cuerpos de los hombres los escriben los poderosos, los acaudalados y los reyes. Por eso el azar como viento imprevisible desmorona ese destino terrenal, burda imitación del destino del cielo.

Así sucedió con estos hombres de mar que se convirtieron en amotinados, perseguidos por leyes implacables. De marineros, de hombre sin valor alguno, tratados con menos consideración que los animales, pasaron a hombres independientes, libres de miedos y cadenas, dueños de un buen barco lleno de mercancías. Eran ahora piratas con precio puesto a sus cabezas, teniendo más valor para las autoridades de muertos que en vida.

Toda la tripulación ocupó la cubierta, permanecían sentados y silenciosos, era urgente conocer el rumbo de sus vidas, el del barco sería mera consecuencia de ella. Pocas alternativas quedaban, volver significaba enfrentarse con los jueces y la horca, entregarse no mitigaría en nada el resultado final. Estaban todos de acuerdo. Seguir era una posibilidad ¿pero a dónde y cómo?. No tenían instrucción alguna, siempre habían sido mandados y siempre habían obedecido. Mandarse a si mismos, obedecerse a si mismos, ser libres era una sensación que nunca habían tenido que ahora los llenaba de incertidumbre.

Roberto permanecía callado, como él permanecía Abdul, la misma actitud el cocinero y así toda la tripulación. 

El recuerdo de sus familias y la nueva situación les impedía meditar, cuando hablaba alguno de ellos lo hacía con torpeza, timidez y más que aportación sus palabras eran lamentos.

Roberto repentinamente se puso en pié, todos fijaron sus ojos en él, sabían que era instruido, sabía leer, conocía los vientos del Atlántico, entendía los mapas marinos y era valiente, había dado también muestras de gran sensatez sugiriendo el rescate de los marineros. Sus compañeros esperaban algo de él, no sabían qué, una salida, una luz, una esperanza al menos.

Roberto iba a sentarse de nuevo, su mirada se cruzó con la de sus compañeros, el silencio era acompasadamente roto por el barco en su rozar con las aguas.

Llenó los pulmones de aire y habló con voz alta, sus palabras llenas de energía, fueron poco a poco comunicadas a la tripulación. Para todo hay salidas, comenzó diciendo, la vida tiene la muerte por salida, la muerte tiene la suya, que por ser suya no nos preocupa. Nuestra situación tiene su salida, a mi modo de ver es la única, os la propongo, con calma valoremos sus ventajas y desventajas, si de desventajas puede hablarse en nuestra situación. Os ruego que no aceptéis mis palabras a la ligera, meditad lo que oigáis, contrastémoslo con lo de otros y decidamos.

Somos dueños del barco, sus bodegas repletas, la venta de las mercancías puede hacernos sino ricos, con más dinero del que jamás podríamos tener en toda una vida de duro trabajo. Volver no podemos hacerlo, adónde vayamos darán con nosotros salvo que lo hagamos de forma secreta y confidencial a algún lugar fuera de toda sospecha.

La mayor parte de la tripulación tiene familia y a menudo padres o hermanos viviendo en la miseria con el hambre por compañera las veinticuatro horas del día. Para ellos hay también una salida. Pero antes debemos tomar una decisión, pongo a Dios por testigo, que no es voluntaria sino empujada por la maldad de algunos hombre que no nos han dejado más alternativa que morir o vivir como podamos.

El cocinero aplaudió, con él todos. Expresaban con aplausos lo que sus corazones sentían, ahora si que estaban seguros de que había una salida, de que él la tenía.

No somos criminales, ni lo seremos nunca, continuó, diga quien lo diga, jamás seremos criminales; lo que jueces y leyes dicten poco debe importarnos, al contrario, más debemos importarles nosotros a ellos.

Esta vez la tripulación se puso en pié. ¡Bien, bien, bien! gritaban a coro.

¡Fugitivos! ¡fugitivos! no, gritó Roberto, elevando sus voz sobre la de ellos ¡fugitivos! no. ¡Piratas!.

No había dejado de hablar, cuando se levantó el cocinero gritando ¡piratas!, le siguió Abdul ¡piratas!, la tripulación entera ¡piratas! ¡piratas! ¡piratas!.

Debemos elegir un capitán del barco y al cabo de mar. Dijo con voz firme Roberto, que fue elegido por unanimidad capitán del Santa Cruz, los pilotos los que ya lo eran, y por cabo de mar al cocinero. Su primera orden fue para su amigo el cocinero. ¡Danos de comer o moriremos de hambre!. ¿Bazofia o comida? Interrogó el cocinero con sorna. Tú sabrás, capitán eres en la cocina, y como cabo de mar, eres el representante de la opinión e interés de todos nosotros que somos tripulación.

La época del año propiciaba el buen tiempo, con él y sin contratiempos avistaron las costas mejicanas. Los papeles estaban en regla, los sellos eran buenos, Roberto tomó uno de los trajes del capitán y disfrazó con el de un oficial a otro de sus marineros. Exigió el pago de las mercancías en metálico en el momento mismo de comenzar su desembarco, alegó que era la orden recibida y para apoyar sus palabras enseñó un papel en el que estaba escrito tal petición.

Las mercancías hacían falta en Méjico, donde todo lo que venía de España era recibido con alegría y vendido varias veces por encima de su precio de compra.

Todo salió como se esperaba, solamente hubo un pequeño contratiempo, un oficial con soldados vino a buscar las armas, cañones y pólvora a su fuerte destinados. Roberto extremó su amabilidad, hízole subir al barco, le ofrecieron una garrafa de vino generoso andaluz, poniendo después cara de extrañeza dijo que en las bodegas de su barco no había ningún cargamento militar. El oficial comentó que esperaban el material y que preguntaban a todo barco que llegaba por si venía en él.

Hablaron de múltiples cosas, en Méjico, de sus costumbres y del comercio con España, el vino hizo efecto en la cabeza del oficial, haciéndole locuaz. De aquel puerto partía un galeón con oro y plata cada tres o cuatro meses aproximadamente con destino a Sevilla, el oro era almacenado en la fortaleza.

Rogó Roberto que el oficial llevase unas botellas de vino y que las disfrutase con sus compañeros. Aceptó el oficial con sumo agrado el obsequio. Así finalizó este pequeño contratiempo.

El Halcón fue descargado en diez días, sus bodegas quedaron vacías, casi vacías, porque Roberto indicó que dejasen un poco de lo que a él le pareció más interesante y que podía hacer falta, ni que decir tiene que las armas y municiones estaban ocultas.

Cargó agua, carne salada, vegetales, legumbres y frutas tanto frescas como secas en cantidades abundantes. Almacenándolo en la mejor disposición previendo su prematuro deterioro, destinó a un hombre la responsabilidad de vigilar su estado y preservar su conservación.

Se hizo a la mar el Halcón, trece días después de haber llegado a puerto. Con las bodegas vacías el Santa Cruz navegaba con la rapidez del viento, sus maniobras se hacían con facilidad, el barco obedecía pronta y mansamente. La tripulación era eficaz, rápida y enérgica, no era necesario ordenar, la tripulación conocía su oficio y lo ejercía con habilidad y destreza.

A las pocas horas de abandonar el puerto quedaba en la lejanía la tierra, Roberto reunió a la tripulación mostrando el balance de la venta. Con este dinero, cada uno de nosotros tiene ya una posición económica varias veces superior a la que anteriormente teníamos, el botín es y será en el futuro dividido a parte iguales porque ningún hombre es más que otro hombre. Si os parece bien, sino agregó Roberto, yo me quedo con todo por ser capitán y vosotros con nada por ser tripulación.

Volaron los gorros por el aire, aquél era un gran día de fiesta, las cosas comenzaban bien y lo que bien comienza por fuerza bien debe acabar.

A ningún lugar habían llegado noticias de lo ocurrido con el Santa Cruz, de momento nada habían de temer, con un poco de astucia podrían permanecer en esta situación un año, tal vez más.

El Santa Cruz estaba dotado con doce cañones, se hicieron arreglos en los costados del barco para instalar tres cañones a babor y otros tres en estribor.

El cañón de largo alcance, una magnífica y moderna pieza de artillería, la puso a babor.

Contaba ahora el Santa Cruz con diecinueve cañones uno de ellos único en el mar.

Fueron los artilleros, los encargados de conservar en perfecto estado la pólvora y municiones, así como de la buena conservación de las armas y cañones. Eran hombres que habían sido artilleros en la guerra, conocían el arte de disparar, su misión consistía también en reparar, fabricar armas e inventar o adaptar alguna si así fuese necesario, cosas que tuvieron que aprender por si mismos, montando y desmontando pieza por pieza hasta descubrir sus más recónditos mecanismos.

Cuando al hombre se le hace responsable, cuando su actividad es por él considerada importante, capacidades antes desconocidas se le desarrollan, inteligencia, perspicacia, imaginación y método. La voluntad dormida en un hombre esclavizado por la rutina es despertada como el aguacero despierta la tierra reseca o la primavera a los dormidos frutos.


Los artilleros tuvieron por misión enseñar el manejo de las armas de fuego, toda la tripulación debía saber utilizar cañones, culebrinas, pistolas y escopetas, así como mantenerlos en perfecto estado.

Armas de fuego las había en abundancia. Todo lo que tenemos, dijo Roberto, tiene valor, lo que tiene valor se guarda y se cuida, las armas con mayor motivo porque de ellas y del barco dependerán nuestras vidas.

En una de las asambleas para decidir el rumbo decidieron cambiar el nombre del barco, buscando un nuevo nombre más adecuado. Sugirieron el peregrino gavilán, la castaña flotante, dijo el cocinero y cesta de mar; que a todos hizo reír. Finalmente se decidió cambiar el nombre de Santa Cruz por el Halcón.

Roberto construyo en la cubierta, con maderas que había en la bodega, ingeniosos sujeta fusiles, sujeta pistolas y lugares donde colocar pólvora y munición de arma de fuego corta.

Todos estos preparativos los hacía en previsión, de que siendo pocos hombres para realizar o sufrir un abordaje debían de hacer uso de las mayores ventajas que pudieren. Teniendo los hombres de cubierta varias armas preparadas para su uso inmediato en el caso de ser necesario.

El barco navegaba con rumbo indeciso, dentro de un mes un galeón navegaría con oro y plata en esta misma ruta. Mientas tanto navegaban sin un rumbo fijo, siguiendo tán sólo las rutas más comerciales y a la espera del avistamiento de alguna presa.

Se ejercitaba la tripulación en el manejo del sable y en la lucha cuerpo a cuerpo. Roberto como buen capitán previsor vio claramente la desventaja en que estarían en caso de enfrentamiento, lo hizo saber y la tripulación en pleno se ejercitaba en la lucha. Nadie mejor que Abdul como maestro, el entrenamiento fue intensivo y pudo decirse que en pocas semanas pasaron de marineros a convertirse en hombres aguerridos y especialistas en la lucha en barco y a distancias cortas.

Un barco con hombres disciplinados, entrenados en el manejo de armas blancas y de fuego, hombres que nada tienen que perder excepto el retraso de su horca. Esa fue la conciencia que en su entrenamiento en las tácticas y simulacros de abordaje tuvieron, y no se equivocaron porque quienes fuesen en su busca se encontrarían con hombres entrenados en la lucha y ardientes para el combate, se consideraban ya muertos y partiendo de esta consideración el miedo desaparecía de sus mentes, y esta y no otra, es la concepción secreta de los héroes.