MELVYN GRANT (ICE SCHOONER)

Capítulo IV

-LA TRIPULACIÓN-

Los marineros en su totalidad analfabetos, eran hombres curtidos por la vida marina, sufridos, pacientes, de cuerpos robustecidos por el trabajo, en su mayoría alegres. La dureza de la vida en la mar les había contagiado esta cualidad y ellos, aunque solidarios eran de carácter duro. Entrando el barco en el puerto, tocando tierra sus cuerpos, daban rienda suelta a su entusiasmo bebiendo y cantando hasta la embriaguez que casi siempre acababa en peleas y trifulcas. En el barco, quitando las bromas pesadas que por ser novato y joven Roberto recibía, eran excelentes compañeros, incluso le protegían y ayudaban, los mismos marineros que le ayudaban poco después se reían de él volviendo a hacerle bromas de muy mal gusto. Una vez en compinchamiento con el cocinero salaron su comida horriblemente durante tres días, sus compañeros decían que la suya también lo estaba, hasta que le mostraron el engaño; la de ellos no estaba con exceso de sal.

La comida no fue fácil de asimilar por su malísima calidad, el propio cocinero la llamaba bazofia. La compañía por ahorro económico proporcionaba una horrorosa comida que repetía día tras día. Advirtió el capitán que no se volviese a llamar bazofia a la comida, ordenando darle tres latigazos al cocinero como castigo ejemplar. De nada sirvió, el cocinero, siguió llamándola bazofia.

Los camarotes del capitán y oficiales eran cómodos y con ventilación, no así los de la tripulación que no tenían más que literas y sucios jergones en lugares sin abertura al exterior donde se hacinaban por turnos. El olor de los cuerpos y respiraciones convertían aquél lugar en desagradable y propicio a todo tipo de enfermedades. Algunos de los marineros preferían dormir en la cubierta, pero el capitán lo tenía terminantemente prohibido. Cuando se construyó el Santa Cruz se pensó en todo menos en la comodidad, descanso y salud de la tripulación. La compañía contrataba a los marineros por un trabajo, su salud y comodidad nada importaba, consideraban al marinero como animal de trabajo del que había que extraer el mayor beneficio posible. Esto, unido a las severas leyes de la mar hacían de este trabajo un suplicio, ni un sólo hombre de ciencias ni de letras levantaba su voz o escribía sobre la vida tan dura de estos hombres con el fin de que suavizasen sus leyes, incrementasen sus comodidades y fuesen considerados como hombres.

Entre la tripulación había un árabe de estatura y corpulencia descomunal, sus músculos sobresalían de su camisa a la que hubo que cortar las mangas porque sus brazos no cabían en ellas, su barba negra le proporcionaba un aspecto feroz. Los fardos los cogía como si fuesen plumas, daba la impresión de que para él no existían pesos, tenía además otra cualidad característica de los hombres de su raza, esta era la agilidad, su cuerpo de coloso se movía con agilidad sorprendente.

La verdad es que Abdul era un hombre pacífico, nunca descendía del barco, una sola vez bajó a tierra y en una taberna bebió hasta emborracharse, se puso sentimental acudiendo a su memoria recuerdos de su infancia, de la vida en el desierto, las largas caravanas de camellos y el recuerdo de su amada. Entonó canciones árabes que a todos parecían tristes y debían serlo porque a Abdul se le deslizaban lágrimas por sus mejillas.

Era en un puerto italiano, Abdul estaba ebrio, cantaba desde hacía tiempo, unos marineros también bebidos le dijeron que se callase, Abdul ni los oyó ni quiso oírlos, sus canciones monótonas siguieron resonando en el local. La taberna entera fue hacia él, Abdul despertó de su letargo, aún no se había puesto en pie cuando ya tenía cogido a uno de sus atacantes por el cuello mientras con la otra mano lo izaba en el aire, instantes después el pobre infeliz caía como lluvia del cielo sobre sus compañeros. Abdul de un tirón arrancó el largo mostrador , cruzó los brazos sobre su pecho y mirando fijamente a sus adversarios siguió cantando hasta que se cansó sin que nadie se atreviese a abrir la boca.

Abdul era el único marinero que no había recibido ninguno de los arbitrarios castigos del capitán, éste hacía como que Abdul no existía, aunque tenía ganas de jugarle una mala pasada.

El gran amigo de Abdul era el cocinero si Abdul era coloso, el cocinero era mas bien bajo, si Abdul era pacífico y tranquilo como los grandes perros mastines, el cocinero era inquieto y siempre estaba gastando bromas, uno era árabe, el cocinero era gallego, dos cosas tenían en común, ambos intentaban ayudar a quien podían y que el gallego, como llamaban al cocinero, lloraba también cuando tocaba las canciones de su tierra con una gaita.

El barco había zarpado de Cádiz con sus bodegas repletas de vino andaluz y de la Rioja, trigo y aceite, el resto del campamento eran fusiles, pistolas, sables, seis cañones, uno de ellos muy pesado y de largo alcance, abundante pólvora y proyectiles, destinado esto último para un fuerte español en Méjico. Su primera escala sería en Canarias, de ahí se dirigiría a Méjico.

El tiempo era bueno y el viento soplaba de popa hinchando las velas con fuerza, el barco así impelido surcaba el mar con la misma facilidad que un arado arrastrado por robustos bueyes abre la tierra en un campo de labor.

La carga estaba bien distribuida, nada hay más peligroso en un barco que una carga mal distribuida o mal sujeta un golpe de mar podría enviar el barco al fondo de las aguas en pocos minutos el barco sería engullido sin quedar más restos de él que los cuerpos de los marineros ahogados flotando junto con otros objetos de madera, siendo para la mar un todo igual, materia que una vez que ha perdido el hálito vital, debe servir de vida a otros seres vivientes.

Si la carga no estuviese bien sujeta, un deslizamiento de ella provocaría la inclinación del barco sobre uno de los costados y la catástrofe sería segura. El capitán y los oficiales aunque déspotas y arbitrarios eran del todo escrupulosos tocando este punto. Pero también lo eran los marineros, ellos conocían mejor que nadie los peligros de la mar y por seguridad propia realizaban el trabajo a conciencia. Varios miembros de la tripulación habían sufrido naufragios, salvando sus vidas unas veces por azar y otras por la misericordia de Dios, pero otros compañeros habían muerto sin volver a saberse nunca más de ellos.

A los dos días de abandonar el puerto de Cádiz y pasados los días del intenso ajetreo que dura el cargamento, todo se convierte en calma repentina que es difícil de asimilar el cuerpo se encuentra acostumbrado a un ritmo acelerado y no acepta fácilmente la inactividad casi total comparándola con la frenética actividad anterior. Y fue en uno de estos períodos muertos cuando el cocinero contó a Roberto la historia de Abdul.

Abdul era hijo de un jefe guerrero beduino, los hombres de su tribu nacidos en el desierto y al desierto hechos, soportan las altas temperaturas del día sin apenas llegar a beber un vaso de agua, el sol no calcina sus rostros porque los llevan protegidos con velos, por la noche las temperaturas descienden a varios grados bajo cero, el frío es intenso e igualmente lo soportan con ropas ligeras.

El abuelo de Abdul le había enseñado a dormir desnudo con las bajas temperaturas nocturnas. La técnica consistía en una relajación total de los músculos del cuerpo, los órganos dejaban prácticamente de funcionar excepto el corazón y los pulmones que lo hacen muy lentamente, tan lentamente que quien viese un hombre acostado a esa temperatura lo tomaría por muerto. El despertar se hace muy despacio, con frecuencia les lleva cerca de una hora lograr ponerse en pie y comenzar a moverse.

Abdul aunque joven era el guerrero predilecto de su tribu, se enamoró perdidamente de una muchacha a la que quería más que a su propia vida, a nadie habló de su amor. Abdul esperaba tener un poco más de edad y poder estar a su lado, mientras esto esperaba, la muchacha fue vendida para engrosar el harén de un príncipe.

Enterado Abdul, tomó sus armas y marchó en busca de su amada para traerla consigo. Su padre le echó en falta sospechando su empresa, partió tras él con varios guerreros escogidos a fin de impedirle cometer una locura. Demasiado tarde esa misma noche Abdul escaló la muralla del palacio, tres guardias le hicieron frente y los tres quedaron sin vida en un abrir y cerrar de ojos, dos guardias más acudieron al jardín atraídos por el ruido, cogidos por sorpresa, el sable de Abdul no les dio tiempo ni a que de sus bocas saliese un solo grito.

La puerta del palacio se hallaba cerrada, franquearla era del todo imposible, rodeó el edificio buscando una entrada, la oscuridad protegíale de servisto topó de frente con un criado que al verlo de súbito quedo paralizado, instantes que aprovechó para sujetarlo con una mano mientras con la otra esgrimía su cuchillo curvo. El criado medio muerto de miedo siguió todas las indicaciones de Abdul que sin soltarlo seguía, descendieron por una escalinata que daba a las cocinas, de allí subieron al piso superior. Al doblar la esquina de un pasillo un guardia hízole frente, Abdul sin soltar el criado descargó su sable sobre el infeliz. Su cuerpo quedó exánime.

Más muerto que vivo, el criado señaló una puerta. Prohibido, susurró, además eunucos armados. ¿Cuántos?, cuatro, volvió a susurrar.

La puerta era de un grosor impresionante y cerrada por dentro, era la entrada a la antesala del harén que servía de sala de guardia a los robustos eunucos, celosos vigilantes con ordenes de dar muerte a todo aquel que penetrase en ella, excepto al príncipe y a las esclavas sirvientes.

La guardia eunuca estaba especialmente adiestrada en la lucha con sable y cuchillo, tenían una consideración especial dentro del palacio, motivo por el que abusaban de su privilegio, sus comportamientos eran los de un déspota para con todos los demás sirvientes. Mimaba el príncipe a su guardia eunuca, ésta le era fiel y servil hasta la muerte. Por su propia condición de eunucos eran gentes resentidas y caprichosas, albergando dentro de sí maldad y odio contenido. Para ellos, el príncipe era su amo, su dueño y señor, si una mujer huyese, si alguna mujer abandonase sus estancias sin permiso, si algún otro hombre que no fuese el príncipe penetrase en el harén, a la guardia eunuca completa, sin excepción alguna, les sería cortada la cabeza.

Ese temor lo habían transformado en fiereza, el resentimiento y odio contra el hombre, en crueldad contra todo ser viviente. Robados de niños por hombres sin conciencia, otras veces vendidos por sus propios padres por algunas monedas, monedas que aliviarían el hambre de sus hermanos durante algún tiempo.

Pero las más de las veces vendidos sin escrúpulo alguno por el noble y propietario de las tierras y propietario a su vez de todo ser vivo en ellas, desde la liebre al corzo, de la familia del jabalí a la familia del siervo, que no solamente agotaba sus vidas con el trabajo, con la miseria y con el hambre, sino también vendiéndoles a sus hijos. Esta historia, no es la historia, porque la historia está hecha por historiadores que ensalzan al estado, que enaltecen la aristocracia y la nobleza, que enaltecen la riqueza y al hombre enriquecido también, que encumbran como portadores a todos ellos de los dones divinos y de los valores humanos. Historiadores así ocultan lo que no debe ni puede ocultarse, porque la vida en su acontecer, en su evolución, necesita para un futuro claro un pasado visto con claridad también, sin ocultamiento de las vergüenzas y para que sirvan de lecciones éticas al discurrir de la humanidad.

Por fortuna hay historiadores que superando su condición de historiador del poderoso, se convierte en historiador de la humanidad contribuyendo, haciéndola más humana.

Estos historiadores escasos como los oasis en los desiertos, son un manantial inagotable a través del tiempo de la historia de la opresión del rico sobre el pobre, y nos muestran como estos niños robados, comprados y vendidos, eran horriblemente mutilados en sus genitales a muy corta edad, los que sobrevivían a las infecciones, posteriormente se vendían como esclavos de lujo, no solo por occidente sino también para oriente y la india. La iglesia católica también los nesitaba y los apreciaba como niños mutilados y los compraba, y los vendía sino les servían para sus coros de voces blancas en sus misas solemnes, he aquí a Roma y en ella al Vaticano y en él a los espíritus más refinados y más cercanos a dios.

La importancia llegó a ser tal, que hasta compositores por encargo o sin encargo alguno de nobles y reyes, papas y cardenales, escribían sus partituras, canciones y óperas, pensando en voces de los llamados castrati.
Los castrati servían asi de diversión pública en el escenario, algunos de ellos fueron famosos como famosos fueron algunos bufones de corte.

Dicho esto volvemos a nuestra historia.

Cada ocho horas la guardia eunuca era renovada por otra nueva, dos permanecían en pié ante la puerta del harén, mientras los otros dos esperaban sentados en la antesala. Abdul sabía el peligro que entrañaba luchar contra cuatro robustos guardias especialmente entrenados. Si estuviese con él uno de sus compañeros, habría alguna probabilidad, él sólo no tendría ninguna, cuatro guardianes tan expertos como él en la lucha, ocho brazos contra dos, cuatro sables contra uno, cuatro dagas contra una. La desproporción era demasiado grande para salir con éxito y no había más opciones, vencerlos o morir en sus manos.

Una circunstancia imprevista vino en ayuda de Abdul, el criado repentinamente dio una patada a la puerta. El puño de Abdul cayó sobre la base del cráneo del criado que se desplomó pesadamente al suelo. Instantes después, ruidos de cerrojos indicaron que la puerta se abría. Su corazón latía con fuerza, su cuerpo en tensión y su mente iluminada por una sola idea, el número de enemigos ya no contaba. La pesada puerta se abrió, el vigilante que la traspuso, sintió tan solo una extraña sensación en el cuello que puso fin a su vida. Abdul penetró en la antesala como una tormenta de arena, su cuerpo parecía cubrir toda la amplia cámara, parecía estar en todos los lugares al mismo tiempo. El segundo guardián cogido por sorpresa, apenas tuvo tiempo de reaccionar. Los otros dos superado los primeros instantes, desenfundaron los sables pero no atacaban, se defendían de un atacante que más parecía un vendabal que un hombre.

Abdul era más alto y fuerte, había eliminado a dos de ellos por sorpresa, los que quedaban eran expertos luchadores. El sable de Abdul iba de un sable a otro arrancando chispas del acero, su cuerpo de gigante no lo era tanto ante los eunucos que tenían también elevada esatura. Abdul hizo una finta y uno de ellos golpeó en vacio, golpe de sable fatal, la respuesta de Abdul no se hizo esperar y un cuerpo rodó por el suelo, el otro lo hirió a su vez en el brazo izquierdo, pero perdió unos instantes en ver a su compañero muerto. Nada debe despistar a un gerrero en combate, suceda lo que suceda, el guerrero sólo ve enemigos ante si, los suyos no importan, el enemigo es al único que hay que ver. El eunuco no era guerrero, no había participado en batallas, no estaba acostumbrado a los horrores de los cuerpos mutilados, al dolor de los heridos moribundos, a presenciar las horribles heridas del combate ni la vista macabra de cuerpos sin vida y de otros pidiendo ayuda, aún sabiendo que no la recibirían nunca, donde a la vida se la hizo huir y en su lugar se enseñorea a la muerte, la muerte en su faceta más feroz, más cruel y con frecuencia más inútil.

Este tiempo aunque ínfimo, fue aprovechado por Abdul para golpear con la rapidez fatal del rayo a su contrincante. El camino estaba libre, tomó las llaves de un cofre de oro con piedras preciosas incrustadas y abrió la puerta del harén. El príncipe tenia en el a 37 mujeres. El brazo de Abdul manaba sangre abundantemente, él no se apercibía, una sola idea lo ocupaba, una sola idea retumbaba insistentemente en su cabeza. En el harén las mujeres quedaron estupefactas, no daban crédito a lo que veían, un hombre ante ellas, un hombre en el harén, era imposible. La mayor parte de ellas habían ingresado allí siendo casi niñas, ahora eran jóvenes esposas esclavizadas de un príncipe. Abdul excitado por el combate, necesitaba tranquilizarse para poder pensar, respiró profundamente, expulsó todo el aire de su pecho y sostuvo la respiración algún tiempo, cuando volvió a coger aire se encontraba más relajado, la mente como por arte de magia se había trastocado en clara y con capacidad de valorar fríamente. Este es el estado natural del guerrero antes de la batalla, estado natural que debe recuperar tan pronto ésta finaliza, durante ella no hay más que ardor, ceguera, locura y muerte. Su padre le había enseñado que la mente clara y fría no comete errores, le enseñó la técnica del control de si mismo, antes de que empuñase por primera vez un sable. Con ello conseguía pasar en breves momentos de la excitación al relajo, sin transición intermedia alguna.

Corrió entre gritos de mujeres los velos de las estancias pronunciando el nombre de su amada, quien apenas lo vió, corrió hacia él como si hubiese visto al mismo Alá. La tomó de una mano y sin decir palabra, salieron al pasillo del palacio. Al pasar por la antesala, Abdul abrazó a su amada, poniendo su enorme mano en sus ojos mientras caminaban por ella, lo mismo hizo ante la presencia del eunuco del pasillo que yacía degollado, no vio nada la muchacha, tanto era así que no se explicaba como había entrado tan fácilmente. Solo la herida del brazo, las ropas y el sable ensangrentado le hacía suponer una terrible lucha, pero ella no había visto ni una sola gota de sangre, excepto la de él.

Todos estos acontecimientos habían sucedido en un corto periodo de tiempo, al igual que en cortos períodos de tiempo suelen suceder las cosas más importantes.

Salieron al jardín, escaló Abdul el muro con su amada sujeta al cuello y ya en el exterior subieron al brioso caballo árabe, galopando protegidos por la oscuridad, y arropados por el manto de estrellas que en lo alto del firmamento servían de guía y promesa en el camino de los atrevidos amantes.

No tardaron en salir en su persecución, la noche les puso dificultades. Estaban en pleno desierto, el palacio y los perseguidores lejos, de momento podían considerarse a salvo, el caballo necesitaba descansar. El frío había puesto su helada mano sobre el desierto, la muchacha sin velo y con ropas suaves, apretaba su cuerpo tembloroso de frío contra la espalda de Abdul. Bajó él del caballo, quitó sus ropas y las puso sobre el cuerpo de ella. Caminó toda la noche, el caballo llevado por las riendas y con el peso de la muchacha estaría fresco al día siguiente. Dos horas más tarde se vieron rodeados por siete jinetes. Abdul, sable en mano se aprestó a la lucha, repitieron su nombre una y otra vez, finalmente los reconoció como hombres de su tribu, era su padre quien pronunciaba su nombre.

Vendaron la herida de su brazo y sabedores de lo sucedido, admiraron su valor peroreprocharon al joven su ímpetu descontrolado y sobre todo el transgredir las leyes.

Las únicas leyes que no deben transgredirse son las leyes de Alá, les dijo. Los hombres dictan leyes a su conveniencia, la ley de Dios no podría transgredirse por mucho que el hombre lo intentase. El Corán dice, -Abdul lo interrumpió-, el Corán es un libro muy sabio pero un libro al fin y al cabo y aunque escrito por el profeta, hombre bueno y sabio, no dejaba de ser profeta, hombre y sabio. Si hubiese transgredido la ley de Dios, Alá no sólo no hubiese permitido el éxito, sino que sería fulminado en el instante mismo del intento.

Nadie respondió a sus palabras, no sabiendo que admirar más aquellos experimentados guerreros del desierto, si el arrojo del joven o su buen juicio. El silencio y la reflexión reinó en todos ellos. La crítica situación les hacia ver una muerte segura de caer en manos del príncipe, y éste daría con ellos tarde o temprano.

Su padre habló apesadumbrado, he cometido locuras en mi juventud, todas ellas juntas no alcanzarían ni la mitad de lo que tu has hecho, por otra parte, si antes eras orgullo para mi ahora lo sigues siendo y doblemente por el coraje y la nobleza de corazón que muestras. Si nuestra familia es respetada por su valor y nobleza, tú lo serás aún más porque de lo uno y lo otro posees. Ahora es necesario buscar una solución urge poneros a salvo, es dolorosa mi propuesta que someto a juicio de todos. Debeis permanecer separados durante cierto tiempo, ella permanecerá en la tribu que adentraremos en el desierto, oculta entre nuestras mujeres nunca será descubierta, al no estar tú nadie la buscará allí. Sin embargo y se me parte el corazón al decirlo, debes irte lejos, muy lejos, tan lejos como puedas para que la distancia venza por ti los deseos del amor, al menos durante dos años, transcurridos los cuales podrás volver ocultamente a la tribu.

Abdul negó con la cabeza, su padre volvió a hablar; como padre te lo pido, saber que estás vivo, no es igual que saber que estás muerto; como jefe te lo ordeno, yo se mejor que tú, lo que conviene y no conviene hacer. Se puso en pié, clavó su sable en la arena, hizo un corte con la daga en ambas caras de su mano derecha que apoyó en su empuñadura. Como guerrero juro por Alá que mientras mis ojos puedan ver la luz y un solo átomo de aliento anime mi cuerpo, mi brazo defenderá a tu amada ante quien intente hacerle el menor daño. De no cumplir este juramento, que la tierra desaparezca bajo mis pies y el cielo caiga sobre mi cabeza.

Uno tras otro, los seis guerreros hicieron un corte en sus manos y apoyados en sus sables realizaron el mismo juramento.

Abdul volvió a negar con la cabeza. La muchacha le tomó de la mano, diciéndole, es lo más sensato. De no separarnos nuestra muerte es segura como el Sol cada día calcina las arenas del desierto, Alá todo misericordioso nos ayudará. Pero antes de irte, prométeme que finalizado ese tiempo vendrás a mí, si pasado ese tiempo no vinieses en mi busca, estos guerreros deben quitarme la vida con tu daga que guardaré como el más preciado tesoro, porque en ella estarás tú continuamente a mi lado.

Abdul marchó, y la única forma que tiene de evitar volver antes del tiempo establecido, es permaneciendo en el mar y evitar pisar tierra, concluyó el cocinero.

El barco hizo escala en Canarias, se avitualló de agua fresca, víveres y frutas, era la única escala para la larga travesía, y partió a los tres días.

El tiempo seguía siendo bueno y favorable a la navegación, era verano y el viento soplaba con la fuerza suficiente para que el barco avanzase insaciable milla tras milla.

Roberto asediaba a preguntas a los pilotos que gustosos respondían complacientes a sus preguntas, que a su vez Roberto volvía a replantear con situaciones hipotéticas y de peligro.

Así aprendía de ellos y con ellos cual era la mejor forma de navegar con bolina y barlovento, que tipo de velas debían desplegarse y que tipo de ángulo era el idóneo para un mayor avance contra el viento. Estas y otras muchas explicaciones, junto con el experimentado conocimiento que había adquirido en los astilleros, hicieron de él en muy poco tiempo un experto conocedor del barco y su manejo.

Si la intención primera había sido desembarcar en tierras de ultramar, ahora rondaba en su cabeza, la idea de seguir navegando. El mar siempre le había atraído a pesar del duro y peligroso trabajo, plegando y desplegando velas, cargando y descargando las mercancías. En el mar se sentía contento y seguro de si mismo.

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