MELVYN GRANT (ICE SCHOONER)

Capítulo V

-El INCIDENTE-

El cocinero seguía llamando bazofia al contenido de sus marmitas, uno de los oficiales ordenó amenazadoramente rectificar ese nombre ¿Cómo debo llamarle? ¡comida! Respondió enérgicamente. ¿Quién sabe de mar, señor oficial, usted o yo? ¡yo! Respondió arrogante el oficial. Respondiendo con arrogancia también el cocinero, de comida soy yo quien más sabe, esto es bazofia, señalando la marmita, como es bazofia, bazofia es su nombre y bazofia la llamo. Algunos marineros asintieron, pero la mirada del oficial los dejó mudos y atemorizados. El incidente hubiese quedado ahí si el oficial no hubiese denunciado el intranscendente hecho al capitán.Su reacción no se hizo esperar, el segundo turno de comida fue interrumpido ordenando retirar lo ya servido y prohibiendo comer durante cuarenta y ocho horas a la tripulación, excepto, claro está, a los oficiales.

Nadie se atrevió a responder, nadie se atrevió a hablar, estas medidas preludiaban otras de mayor severidad, necesitaban alimento y los estómagos se quejaban de manera aparatosa, el hambre era grande, tan grande como la ira contenida, pero mayor era aún el temor, que acallaba hambre e ira como si no existiese.

Pasadas las cuarenta y ocho horas el capitán formó a la tripulación en cubierta, ¿qué nuevas cosas tendrá pensado ahora? Comentaban entre si los marineros. Sacarnos el agua, respondió uno y otro a su vez, la vida, más bien parece.

Sable colgante, pistola al cinto al igual que los oficiales, mandó atar al cocinero ordenando veinte latigazos, a partir de ese número seguir hasta el fin de su vida o hasta que en voz muy alta y clara dijese ¡comida!. Todos sabían que después de veinte latigazos nadie es capaz de hablar en voz alta.

La tripulación estaba amedrentada, el miedo al castigo, el miedo al palo, miedo con el que habían vivido y con el que habían sido alimentados desde la cuna, el miedo como hábito, como rutina, era en definitiva el miedo a la autoridad, miedo con el que habían sido educados y con el que habían de morir, siendo ese mismo miedo con frecuencia, la causa de su muerte. Sin embargo, las caras estaban crispadas y los músculos tensos. La brisa no limpiaba de la cubierta la pesadez ambiental que aplastabla el barco como una gruesa plancha de plomo.

El cocinero avanzó sonriente hacia la argolla, con esa peculiaridad que tienen los gallegos de sonreir a la adversidad y ponerse melancólicos aún en situaciones de mayor alegría. Nunca mejor aplicado, les estaría a ellos eldicho, de a mal tiempo buena cara y a buen tiempo mala cara, yendo lo uno por lo otro.

Abdul valoró mentalmente la situación, tres oficiales armados de pistola y sable, con la tripulación no debía contar, es más, de seguro que estaría en su contra. Nada podía hacer por su amigo.

Con el torso y espalda desnuda, atado a la argolla, estaba allí el cocinero con la piel blanca, contrastando con su rostro y cuello curtidos por el sol y los aires del mar.

El capitán rizando el rizo del sadismo de la ejemplar lección, indicó que fuese Abdul quién diese los latigazos por la propia mano y quien por propia mano llevase hasta el umbral de la muerte, o hasta la muerte misma a su mejor amigo.

El rostro de Abdul no se inmutó al oírlo, saliendo de la fila se dirigió a recoger el látigo que uno de los oficiales tenía en su mano. El oficial se adelantó tres pasos y extendió su brazo, Abdul con sus enormes manos cogió el látigo y la mano del oficial todo a la vez empujándolo hacia sí, levantó su cuerpo en el aire y lo arrojó como un fardo sobre los dos oficiales restantes y el capitán. Sin darles tiempo a desenfundar sus pistolas, comenzó una lucha feroz y solitaria, todo transcurrió vertiginosamente, la tripulación no se movía, el cocinero gritaba que lo soltasen.

El oficial que había volado por los aires yacía aturdido en el suelo, otro estaba fuera de combate, el tercero iba a ser arrojado por la borda cuando la pistola del capitán apuntaba a la espalda de Abdul. Se oyó un disparo.

En el momento del disparo un cuchillo lanzado por un marinero cortó la vida del capitán desviando la dirección de la bala. El oficial aturdido puesto en pié y con la pistola en mano fue desarmado e inmovilizado por Roberto.

Dos marineros tomaron partido por el capitán, sus compañeros los arrojaron al mar, el que había lanzado el cuchillo, tomó en sus manos las pistolas diciendo, allí donde vaya seré ahorcado, debo proporcionales motivos. Al que se me acerque, dijo a sus compañeros, lo dejo seco. Obligó a saltar al mar a los dos oficiales y arrojó por la borda al capitán.

Ahora, exclamó, que sea lo que Dios quiera y dejó caer las pistolas. El barco avanzaba suave cortando las olas, atrás quedaban cuatro hombres llenos de rencor y maldad y dos infelices que sin culpa, a causa del miedo, educación de toda su vida, sería la causa de su muerte.

Abdul y el marinero que lo ayudó fueron tomados como héroes. Roberto fue felicitado por la valentía mostrada, momentos que aprovechó para sugerir que los dos marineros no eran oficiales, nada habían hecho, eran sus compañeros y debían estar con ellos. No somos asesinos, añadió, somos hombres que defendemos nuestras vidas. El timonel giraba ya en redondo para el rescate.

Los dos hombres se mantenían a flote agitando los brazos y pidiendo a gritos que los sacasen del agua. No se veía a nadie más, el mar con pequeñas olas era lo único que se movía, el capitán y los oficiales habían sido tragados por el mar, hundiéndose en el abismo de sus entrañas, sólo un abismo insondable como el mar podía digerir tanta maldad concentrada en esos hombres.

No hay comentarios: