MELVYN GRANT (ICE SCHOONER)

Capítulo I

-LA ALDEA-

Oíase a lo lejos el galopar de caballos, poco tiempo después, un hombre descabalgaba ante una pequeña casa, el otro caballo perfectamente ensillado no tenía jinete.

El hombre golpeó enérgicamente la puerta, no tardando en aparecer una mujer, preguntándose, qué desgracia podía haber sucedido para que alguien llamase a su puerta de ese modo. Siempre que su marido y su hijo tardaban algo más que lo acostumbrado se preocupaba, no podía evitar que por su cabeza pasasen mil males.

Aunque el sol hacía una hora que se había ido, reconoció perfectamente las facciones del jefe de cuadra del conde, propietario de casi todas las tierras y gobernador del estado.

Supo al verlo, que nada había sucedido a su familia, sino que esa era la manera orgullosa de llamar que tenían los criados del conde en la casa de los pobres. La mujer era de buen carácter, pero no soportaba la vanidad que insulta, así que antes de que el criado hablase, le increpó ¿quieres echar la puerta abajo? ¿crees que es mi casa una taberna? ¿te han enseñado a cocear las mulas?.

Ante aquél recibimiento, quedó el hombre avergonzado y casi mudo. La mujer continuó en el mismo tono.

-Dime lo que quieres de una vez, tengo otras cosas que hacer que estar viendo tu cara.

-Vengo a buscar al sanador. El conde me ha dicho que vaya a su palacio ahora mismo.

-Me temo que no sea posible, ha salido de visita. Respondió la mujer.

-¿A dónde ha ido? preguntó envalentonado el hombre.

-A la casa de quien lo necesita.

El criado se dio cuenta de que aquella mujer no temía al conde y mucho menos a sus criados. Cuanto más tardase en llevar con él al sanador más se exponía a la cólera de su amo. Se dijo, no soy de su agrado, si la enfado no me dirá nada sobre su marido y aquí me quedaré esperando a que llegue. Haré como que no tengo prisa.

-¿Y quién lo necesita?.

-Una mujer.

-¿Y quien es esa mujer?.

-Una mujer que espera un niño.

-¿Y donde vive?.

-En su casa.

-¿Y donde está su casa?.

-En las tierras de tu amo.

El hombre respiró con fuerza, aquella mujer se estaba riendo de él y él nada podía hacer.

-¿Cómo podría llegar a su casa?.

-Sigue el camino que cruza el bosquecillo, baja al valle, es alguna de las casas que allí hay.

El criado miró a la mujer con ojos de fiera, masculló algo imperceptible, saltó sobre el caballo, cogió con una mano las riendas del otro y sin despedirse partió al galope.

La mujer vió como se alejaban hasta desaparecer en las sombras, el ruido de los cascos sobre el camino sonaba como un tambor. El diablo te lleve a ti y a tu amo, dijo, y cerró la puerta tras de si.

El sanador tenía un hijo, un joven que en los veinte años, desde pequeño acompañaba a su padre a todas partes, incluso en la pequeña barca con una vela, con la que se aventuraban a salir fuera de la ría, a pleno océano Atlántico. La embarcación, réplica de los rápidos Dakar vikingos era utilizada por los marineros en la pesca. Roberto sentía gran afición por el mar y de seguro que hubiese sido un buen marinero. Su padre le había enseñado poco a poco a lo largo de los años, a conocer las enfermedades de los animales, le había enseñado a operarlos y curarles con las hierbas del campo y del bosque. Los campesinos eran pobres, apenas tenían dinero para su sustento, el hambre era un mal que habitaba en sus casas como un miembro más de la familia, nadie se quejaba de tener hambre, porque quejarse de nada servía. El campesino nacía con hambre, se criaba con hambre, vivía con hambre y moría con hambre. Durante la época de la cosecha había días de comer pan en abundancia, poco después el conde exigía la parte que le correspondía por trabajar en sus tierras y era tal cantidad lo que al conde le entregaban que el campesino y su familia quedaban en la miseria.

El conde, mientras tanto, gastaba con su familia en viajes, caballos, fiestas, en un lujo desmedido lo que el campesino le entregaba.

El sanador hacía funciones de veterinario, médico y farmacéutico, además de labrar un pequeño trozo de tierra. Casi nunca cobraba, ¡cómo voy a cobrar a estas pobres gentes, si apenas tienen para comer ellos! explicó a Roberto en su primera visita. Aprendió Roberto con su padre, no sólo a curar animales, sino también a personas, tomando con tanto interés y dedicación el oficio de su padre, que casi lo había alcanzado en conocimiento. No obstante, su padre deseaba que su hijo fuese a la ciudad y allí estudiase lo que con él no podía llegar a saber.

En la cabaña a la que habían ido, convivían animales y personas, solamente una pared de tablas con barro separaba la cuadra del resto que no era más que una sola pieza, en la que se desempeñaban todas las demás funciones de una casa. En su interior se respiraba un ambiente de recogimiento, miedo, esperanza y resignación.

La mujer estaba en trance de traer a este mundo un nuevo ser, el gran momento se avecinaba, pero habían surgido dificultades, debilitada por el largo proceso del parto estaba en serio peligro. Padre e hijo la atendían con todo su saber por un lado y con amabilidad por otro. El animar con amabilidad a un enfermo hace quien sabe porqué extraños caminos, que recobre aliento, que recupere fuerzas, superando a menudo el difícil momento en que se encuentra. Son los misterios de la vida cuyos límites están más lejanos de lo que suele pensarse.

Su marido esperaba fuera de la casa, sentado sobre un tronco de madera con un niño de tierna edad sobre sus rodillas.

La mujer recobró el ánimo, la vida volvió a ella, porque la naturaleza brinda su apoyo en los momentos cruciales y el traer un ser a este mundo es uno de esos grandes momentos.

-Ánimo mujer, dijo el anciano, este pequeñuelo esta impaciente como un mozo antes de una fiesta.

La mujer agradeció estas palabras, intentando sonreír entre el dolor y la angustia, se concentró en si misma, llenó sus pulmones de aire y fue soltándolo lentamente presionando sobre su vientre. Momentos después el llanto de un niño se extendía por todo el campo.

-Bienvenido seas muchachote, dijo el sanador, si llorando entras en este mundo, que la naturaleza te conceda irte de él riendo.

Dejó el niño y con su ayudante dedicó todas sus atenciones a la madre.

Lo más peligroso había pasado, ahora sólo cabía esperar, la mujer aunque joven y fuerte, estaba exhausta, el parto había sido difícil, necesita vigilancia continua durante toda esa noche.

Se hizo entrar al hombre, que abrazó a su mujer y al niño. El hombre que hasta ese momento había permanecido impasible, con esa serenidad que caracteriza a las sufridas gentes del campo ante el dolor, dio rienda suelta a sus emociones contenidas y lloraba de alegría. Lloraba de alegría, porque en el campo ante las desgracias no se llora, las desgracias se aguantan a pecho abierto y se soportan con la resignación del que conoce lo inútil de enfrentarse a lo inevitable.

¿No está acostumbrado el campesino a ver sus campos arrasados por el viento, sus cosechas destrozadas por el granizo, por la lluvia y la sequía, presagiando el hambre, la enfermedad y casi con demasiada frecuencia la muerte?. ¿No está acostumbrado a ver la muerte de un animal, su único animal de trabajo, presagio de nuevos padecimientos y miserias para su familia? ¿Y que podría hacer?. Nada, la única respuesta. Él lo sabe, ante la desgracia, su rostro se tensa, aprieta con fuerza los dientes como única manifestación pública, pero cuando está sólo, mueve la cabeza de un lado para otro con lentitud, no es actitud de negar, ni de no aceptar, sino actitud de no comprender porque acepta la desgracia como algo inevitable, pero no la comprende ni la comprenderá jamás.

Ante la puerta se pararon los caballos, de uno de ellos bajó el criado del conde, entró sin llamar, sin saludo alguno comunicó la orden de su amo.

Bien, dijo el anciano, mi hijo te acompañará, yo soy necesario aquí, él hará lo que haya que hacer tan bien o mejor que yo.

El criado insistió. El señor conde ha dicho que vaya usted, que a la fuerza lo llevase si se negaba.

Al oír estas palabras, Roberto avanzó hacia el criado, pero su padre lo retuvo por un brazo. Tu amo esperará hasta mañana a que termine, o te acompaña mi hijo, tuya es la elección y tuya es la responsabilidad.
Por unos instantes el silencio se hizo en la habitación. ¡Que venga! Y que el conde se entienda contigo.

Partieron al galope, una hora más tarde se oía el golpear de los cascos de los dos sudorosos caballos en el patio de las caballerizas. Varios criados salieron a su encuentro, uno de ellos corrió hacia el palacio comunicando al conde la llegada del sanador.

Un hermoso caballo semental de pura raza árabe, el mejor animal de las caballerizas del conde se encontraba tumbado y respirando dificultosamente. El joven acarició al animal tranquilizándolo, luego palpó su vientre, sus inglés y su cuello, observó detenidamente sus grandes ojos, acercó el candil a sus orejas, observó también el moco de sus belfos y las heces que el animal había hecho. De pié frente a los criados les preguntó sobre la vida y comida del animal en los últimos días.

El conde acompañado de su sobrino se presentó súbitamente dando furiosas voces. Los criados en silencio no sabían que hacer. El conde a gritos, preguntaba por el sanador, el criado intentó explicarle pero un latigazo en el rostro lo hizo callar. Roberto se acercó en silencio al criado que sujetaba con sus manos la cara, apartándoselas para observar la gravedad de la herida. De espaldas al conde, respondió, el sanador soy yo. Dirigiéndose al criado: voy a darte un ungüento que te pondrás varias veces al día, aliviará tu herida e impedirá que se forme una fea cicatriz.

¿He ordenado acaso que trajeras a un mozalbete?, dijo el conde.

Roberto cogió su maletín para marcharse. Ya que me ha hecho venir, le importaría ordenar a su criado que me dejasen en el lugar donde hace poco más de una hora me encontraron.
El conde estaba iracundo, los criados lo temían más que a un perro rabioso.

-¿Porqué no has traído al sanador?

-Atendía a una mujer en parto complicado, ha enviado a su hijo conocedor del oficio y de toda su confianza. 

Respondió el criado que había sido golpeado.

-¡Un mozalbete de toda confianza! ¿Por qué no lo has traído a la fuerza?.

-Se ha negado a venir, a la fuerza no lo conseguiría nunca. Su hijo ha venido en su lugar, me aseguró que sabe curar tan bien como él. Volvió a repetir humilde y temeroso el criado.

El caballo seguía allí temblando, respirando ruidosamente, sus ojos muy abiertos pedían ayuda. Roberto comprendió al animal, la vida del caballo nada tenía que ver con el estúpido conde. La situación se hizo tensa, el conde furioso, los criados amedrentados, el caballo agonizante y Roberto en medio de todos ellos sin decidirse a qué hacer. Finalmente se decidió a hablar. El caballo está gravemente enfermo, su recuperación como caballo de monta nunca será lo que hasta ahora fue, pero como semental podrá transmitir todas sus cualidades de raza a sus descendientes.

Sólo hay un único inconveniente, debido al estado en que se encuentra y en lo avanzado de la enfermedad no garantizo el total éxito de la operación que es necesario practicarle. Añadiendo. Cada segundo que pase cuenta en la vida del animal.

El conde se alarmó. ¿Tan grave es?.

-Bastante más de lo que usted crée.

-¿Puedes operarlo?, dijo el conde más calmado.

-No hay más alternativa, lo hago ahora o este caballo no verá el día.

-Haz todo lo que creas conveniente, dijo el conde impresionado por las palabras de Roberto y ante la posibilidad de perder a tan costoso animal.

El sobrino del conde, joven orgulloso de algo más edad que Roberto y que hasta ese momento había permanecido en silencio, apostilló: si no vive, rendirás cuentas de su muerte.

Roberto hizo que no oía y como si esas palabras no fuesen a él dirigidas comenzó a desplegar una actividad que al mismo conde asombró.

-Necesito agua caliente, mucha agua caliente, sábanas limpias, tres candelabros con abundantes velas, un espejo grande y tres botellas de aguardiente. Limpien bien este lugar, y después con cuidado arrastren al animal a este lado.

Dos criados trajeron todo lo que se les había pedido, mientras otros limpiaban la parte del establo indicada. 

Roberto extrajo del maletín un frasco con un líquido negro que dio de beber al caballo. Ante el asombro de los criados y del propio conde, rasgó las sábanas en tiras, encendió las velas, colocó el espejo de tal forma que reflejase la luz iluminando al animal, lavó sus manos minuciosamente, mandó atar fuertemente al caballo, extendió sus instrumentos sobre un trozo de tela y comenzó…

Amanecía, el sol mostraba su rostro tras las montañas, los primeros rayos de luz llegaban del horizonte y a esa misma hora, el caballo comenzaba a recuperarse, con el nuevo día naciente rechazaba la enfermedad, excepto una complicación imprevista estaba fuera de peligro, su vida estaba a salvo. Roberto se echó sobre un montón de paja, quedando al instante profundamente dormido.

Pasó la mañana lenta como un carro tirado por bueyes, pasado el medio día despertó, lavó su cara y al contacto con el frescor del agua en su rostro recuperó su viveza, despejándosele la mente de las tupidas redes que forman los laberintos del sueño. Entró en la caballeriza el conde. Ataviado con ropas de carísima tela. Destacaban sus ropas con las de los criados y la de Roberto, que eran de mal paño y en el mejor de los casos realizadas por sus familiares.

Ya he tenido noticias del éxito, comenzó diciendo, llegué a pensar que no serias capaz de lograrlo. Este animal me ha costado una fortuna, lo he comprado como semental para mis yeguas. El conde añadió con altivez: dile a mi criado lo que se te paga.

Roberto calculó que con el dinero que había costado el caballo y su transporte en barco, podrían vivir varias familias sin pasar estrecheces. Pensó también en la humilde mujer que con su padre atendía la noche anterior, pensó en el llanto de los niños y la angustia de sus padres cuando no tuviesen comida que darles, porque el hambre hace doler el vientre, debilita el cuerpo que abre la puerta a todas las enfermedades. Veía al conde despidiendo olores de perfumes extranjeros y refinadamente vestido hasta el afeminamiento.

Con voz firme y segura le dijo: señor criado encargado de pagarme, son diez escudos. El conde que ya se alejaba se paró en seco, aquello era una cifra asombrosa, dio media vuelta encarándose con Roberto, que a su vez clavó sus ojos en los del conde.

-¿Diez escudos? ¿Quién te has creído que eres? Diez escudos es mucho dinero, sin añadir las sábanas que has cortado.

Roberto hizo un gesto con los hombros, después señaló al caballo tendido en tierra. Yo soy quien por diez escudos ha salvado de la muerte un caballo valorado en una fortuna, fortuna que el señor conde multiplicará con la venta de los potros que de él desciendan. Pero si el señor conde está en apuros económicos no se los cobro, ya me lo pagará cuando buenamente pueda.

El conde reprimió a duras penas su ira, de su levita sacó una bolsa de cuero que la arrojó a suelo diciendo, ¡veinte escudos!. Nunca en mi familia ha faltado dinero.

Horas mas tarde Roberto llegó a la casa de los campesinos, dejó la bolsa sobre la mesa, acarició al recién nacido niño y partió hacia su casa.

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